El capítulo 10 es muy claro en la exposición de dos temas. El primero es el llamamiento para buscar las bendiciones que proceden de Dios (10: 1-5) y el segundo, el anuncio de restauración de Su pueblo (1: 6-10). Aunque el simbolismo en la primera parte del capítulo es de contenido claramente material – lluvia y hierba verde – parece obvio que el texto se refiere a bendiciones espirituales, bendiciones además que caerán sobre un pueblo que vaga como oveja sin pastor (10: 2) – una clara resonancia del pasaje se encuentra en Mateo 9: 36 en aplicación a la labor de Jesús el mesías - y cuyos pastores distan mucho de cumplir con su cometido (10: 2). Esa situación cambiará cuando el propio YHVH visite a Su pueblo (10: 3) y lo reúna porque lo ha redimido y los multiplique (10: 8).
Semejante anuncio de redención debida a la visita del mismo Dios aparece en paralelo en Zacarías con otro anuncio subsiguiente de no poca relevancia (c. 11). Dios juzgaría a los pastores de Israel – una clara referencia a sus dirigentes espirituales - y lo haría de manera severísima puesto que habían desatendido al pueblo y no sólo no lo habían servido sino que se habían servido de él. Por supuesto, esos pastores habían intentado legitimar su comportamiento aduciendo una autoridad espiritual, pero la realidad es que llegarían a vender al mismo YHVH por treinta monedas de plata (11: 12-13) obligando así a que Este quebrara la relación con ellos y motivando que también Israel y Judá pasaran a ser dos entidades disociadas de Dios.
¿Si Dios iba a juzgar a los judíos – especialmente a sus dirigentes espirituales - de esa manera, habría alguna esperanza futura? Sin duda, pero la esperanza estaría no en sus propios designios sino en que, movidos por el espíritu de gracia y oración, miraran a aquel, el propio YHVH, al que habrían traspasado (12: 10). Será entonces, cuando el pueblo judío se vuelva al traspasado – pero no antes ni en otras circunstancias – cuando habrá redención para él. Esa redención incluirá un manantial en el que podrán lavarse el pecado y la inmundicia (13: 1), pasará por librarse de instancias espirituales que han dominado todo, pero que para nada han sido buenas (13: 2-6) y estará conectada con un pastor cuyas ovejas se dispersarán al ser él herido (13: 7). De manera bien significativa, la mayor parte del pueblo judío no aceptará esa redención y se perderá, pero el sector que sí lo haga conocerá una nueva relación con Dios (13: 8-9). En otras palabras, Zacarías vuelve a referirse al resto, remanente o residuo mencionado una y otra vez por los profetas.
Sin embargo, la Historia no concluirá ahí. Ciertamente, Dios reunirá a las naciones contra Jerusalén y la ciudad será asolada en medio de un drama de horribles características (14: 1-2), pero ése no será el final. YHVH volverá a actuar en la Historia y descenderá sobre el monte de los olivos (14: 3-4). Para cuando acabe todo ese episodio, YHVH será el rey sobre la tierra y será uno (14: 9). La nueva Jerusalén no volverá a sufrir maldición ni intranquilidad (14: 11), toda la riqueza de las naciones se reunirá en ella (14: 14), las naciones subirán a celebrar la fiesta de los tabernáculos (14: 16) y la que no lo haga no recibirá las bendiciones de la lluvia (14: 17).
Los capítulos precedentes han sido objeto de diversas interpretaciones. Por supuesto, en el judaísmo ha sido muy común una interpretación que podría resumirse en que Dios ejecutará juicios periódicos contra un Israel desobediente, pero, al final de la Historia, con la llegada del mesías, el pueblo judío acabará reinando sobre las naciones. Éstas, sometidas totalmente a Israel, entregarán sus riquezas a los judíos y los servirán. Incluso, si desean evitar desgracias, se someterán espiritualmente. Algunas exégesis rabínicas apuntan incluso al número exacto de esclavos gentiles con que contará cada judío en esa consumación de la Historia e incluso señalan que ya, a día de hoy, esa profecía se cumple siquiera en parte porque, en cierta medida, los goyim o gentiles sirven a los judíos. Sin duda, se trata de una exégesis nacionalista no poco autocomplaciente en el presente y, desde luego, sugestiva de cara al futuro. Tampoco resulta tan extraña porque, a fin de cuentas, no son pocas las naciones que han creído en un momento u otro de la Historia que son un pueblo de amos y señores y que para los demás es una bendición además de una obligación servirlos. Con todo, creo que Zacarías anunció realidades quizá menos gratas para algunos, pero mucho más profundas espiritualmente.
El primer aspecto indiscutible es que el pueblo de Israel vagaría como oveja sin pastor y que la causa fundamental sería su dirección espiritual. Efectivamente, así lo vio Jesús (Mateo 9: 36), pero no sólo él. En no escasa medida, el judaísmo del segundo Templo constituyó una referencia dolorosa y punzante al desvío del pueblo de Israel y a cómo semejante situación iba a traer consecuencias trágicas. Basta leer la Guerra de los judíos de Josefo – un texto no muy querido en el Israel actual por lo que tiene de autocrítica, pero absolutamente indispensable para conocer la época – para ver que el notable historiador judío contempló el desastre de la guerra del 66-73 d. de C., y la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 como un castigo directo y más que justo de Dios. Zacarías va más lejos y afirma que YHVH rompería su pacto de gracia con Israel porque sus dirigentes espirituales no dudarían en valorarlo en tan sólo treinta monedas de plata (11: 12-13). Para los lectores de los evangelios resulta más que claro cuando se cumplió esa profecía porque precisamente las autoridades espirituales de Israel valoraron a Jesús en esa cantidad que fue la entregada a Judas por su traición (Mateo 27: 9-10). Si aquellos que debían ser luz del pueblo, decidieron menospreciar así a YHVH y dar muerte al que traía salvación, ¿puede sorprender el desastre que se abatió sobre la siguiente generación? ¿Puede también sorprender que Jesús les señalara que “el reino de Dios os será quitado y será dado a una nación que produzca sus frutos” (Mateo 21: 43)?
El destino en los siglos siguientes del pueblo judío sería no pocas veces aciago, pero Zacarías también da respuesta a esa situación y es que no habría sosiego ni paz para él mientras no mirara a YHVH al que habían traspasado, una referencia que el evangelista Juan conectó directamente con el mesías Jesús y la circunstancia de que su costado fuera traspasado mientras pendía de la cruz (Juan 19: 37). Por supuesto, históricamente habría muchos intentos de paz y seguridad, pero siempre resultarían fallidos porque el único dispuesto por Dios para alcanzar esa meta sería el traspasado. No otro sería el manantial abierto para limpiar el pecado y la inmundicia (13: 1). Aquellos que lo vieran captarían la vanidad de sus dirigentes espirituales (13: 2-6). A ellos se debería que se hiriera al pastor y que sus seguidores se dispersaran (13: 7), de nuevo una profecía mesiánica cumplida cuando Jesús fue prendido y sus discípulos huyeron (Mateo 26: 31; Marcos 14: 27) y seguida por un hecho sobrecogedor y es que la mayoría del pueblo de Israel no seguiría al mesías y se perdería aunque la parte que lo hiciera – Pedro y Santiago, Esteban y Pablo y tantos otros - se vería purificada como el oro (13: 9). Sin embargo, la Historia no concluiría ahí.
En el futuro, habría una Jerusalén que sería perseguida y cuya persecución concluiría con la llegada del propio YHVH. Será el final de la Historia cuando será reconocido como rey y será uno y uno Su nombre (14: 9), un pasaje que recuerda mucho a la referencia de Pablo a un momento de consumación, “el fin, cuando (el mesías Jesús) entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia… pero luego que todas estas cosas estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (I Corintios 15: 24 y 28).
Ciertamente, habrá entonces una Jerusalén que tendrá en su interior todo lo bueno que hayan podido crear las naciones a lo largo de la Historia y de la que quedarán excluidos los que no aceptaron al mesías, incluidos aquellos a los que, simbólicamente, forman Egipto, un nombre que Apocalipsis aplica a la ciudad donde fue crucificado Jesús (Apocalipsis 11: 8). Ciertamente, esa Jerusalén se caracterizará por una santidad desconocida en la Historia hasta entonces (14: 20). Ciertamente esa Jerusalén vivirá en el espíritu de la fiesta de los tabernáculos (14. 16) – la interpretación literal de este pasaje es materialmente imposible y absurda – y ciertamente, será una nueva Jerusalén descendida del cielo (Apocalipsis 21: 10), que iluminará a gente de toda nación y en la que estará lo bueno de cada nación (Apocalipsis 21: 24-26), de donde quedará excluido lo inmundo, lo abominable y lo falso y donde sólo entrarán los que hayan sido inscritos en el libro de la vida del Cordero (Apocalipsis 21: 27).
Puedo entender que para aquellos empeñados en identificar a Saddam Hussein o a Ahmadinejah con el Anticristo – por cierto, ambos fuera de juego hace tiempo – o para los que sueñan con un futuro en que tendrán miles de esclavos gentiles a su servicio esta exégesis no resulte agradable. Sin embargo, creo que es la que hace justicia al libro de Zacarías y al mensaje de la Biblia en su conjunto. Dios no hace acepción de personas por cuestiones de raza, cultura, nación o religión; Dios ofrece el camino, la verdad y la vida sólo en el mesías porque nadie va al Padre sino por él (Juan 14: 6) y sólo hay posibilidad de redención cuando se mira a aquel que fue traspasado en la cruz. Lo demás, como diría un castizo, es simplemente marear la perdiz. La semana que viene, Dios mediante, continuaremos ya con otro profeta.
CONTINUARÁ