En la época de Jesús, la sinagoga tenía una enorme importancia espiritual. A ella asistía rigurosamente los sábados y en ella enseñaba su mensaje. A decir verdad, parece haber sido un escenario privilegiado para sus actividades, un escenario con el que se sentía identificado, un escenario que formaba parte de su existencia igual que sucedía con otros judíos piadosos de la época.
En la sinagoga de Nazaret, Jesús realizaría una exposición de las Escrituras, ciertamente en clave judía, pero que no encajaba con las expectativas de sus paisanos.
Jesús aparece como un judío que, como era habitual en los judíos piadosos, acudió a la sinagoga en el día del shabbat. Dotado de una instrucción por encima de la media, tomó el rollo de Isaías – un texto de cuyo valor para la vida cotidiana estaba más que convencido - lo leyó en lengua hebrea e incluso lo interpretó (4: 16-20). El punto de fricción se produjo al hacerlo de una manera peculiarmente original.
En primer lugar, anunció que la profecía mesiánica de Isaías 61, 1-2 se había cumplido (4: 21). En segundo lugar, se detuvo en la lectura en los versículos que hablaban de gracia y no entró en los referidos a posibles reivindicaciones nacionales. Finalmente, señaló de manera obvia que Dios no era un sionista. No hacía distinciones a favor de Israel por ser Israel ni en contra de los gentiles por ser gentiles. Así lo había demostrado en el pasado en episodios como el socorro dispensado a la viuda de Sarepta o en la curación de Naamán, el sirio (4: 24-27). Aquellas palabras no gustaron a sus vecinos que se enfurecieron e incluso pensaron en despeñarlo (4: 28-29). La gente de la sinagoga tuvo una reacción que no fue distinta de la de sus correligionarios hacia personajes tan relevantes como Isaías, Amós o Jeremías cuando su predicación resultó diferente de lo que esperaban – y, sobre todo, deseaban – sus contemporáneos. Si los compatriotas de Jeremías habían reaccionado con extrema aspereza ante sus anuncios de destrucción del Templo (Jeremías 18, 18-23; 26, 1-24; 37-38) y si Amós fue objeto de las amenazas del sacerdote Amasías (Amós 7, 10-17), no puede sorprender que se creara tensión al advertirse el contraste entre las intenciones de Jesús y las expectativas de sus paisanos. Poco puede dudarse de que las ansias de muchos de ellos eran celosamente nacionalistas. Por supuesto, descartaban la participación de los gentiles en el Reino – más bien esperaban que éste quedara establecido sobre su vergonzosa derrota y total aniquilación - e insistían en aspectos que consideraríamos de carácter material. Frente a esa actitud, la predicación de Jesús se había centrado en señalar al cumplimiento de las profecías mesiánicas. Había proclamado que existía remedio para las necesidades espirituales y había indicado – de manera muy provocativa – que había gente de Israel que podía perder sus bendiciones y ver cómo iban a parar a los goyim - esos mismos goyim que poblaban Galilea y que no eran vistos con buenos ojos - si no escuchaba la predicación del Reino como, por ejemplo, había pasado en la época de los profetas.
Ciertamente, no puede sorprender que los habitantes de Nazaret se sintieran airados ante aquel mensaje. Las palabras de Jesús eran “de gracia” y no de cólera ni de retribución o venganza. Anunciaban perdón y restauración y no un mensaje de glorioso triunfo militar sobre los aborrecidos gentiles. Para colmo, advertían de una posible pérdida espiritual de los judíos que, por añadidura, podía derivar en beneficio de los no precisamente apreciados goyim. Insisto: no puede extrañar la áspera reacción de los habitantes de Nazaret. Habrían deseado que Jesús no sólo anunciara el día de la redención sino también que ese día se perfilara a su gusto, que colmara sus ansias nacionalistas, que se hubiera dibujado en una clave que hoy podríamos denominar sionista. Sin embargo, Jesús había tenido la insoportable pretensión de señalar que el que no aceptara el mensaje se vería relegado… ¡¡¡para favorecer a unos paganos!!! Y, para colmo, se había atrevido a mencionar precedentes históricos. Sin duda, que no acabaran despeñándolo desde la única colina de Nazaret rayó con lo milagroso, un milagro derivado de la resolución y el temple de Jesús (Lucas 4, 28-30).
Hace años, cuando redactaba mi tesis en Historia, estuve justo en el único lugar de Nazaret desde donde pudieron empujar a Jesús al vacío. Me permitió entrar un miembro de la Custodia de Tierra Santa, tras decir: “venga usted que se lo enseñé. Esta gente que viene por aquí son gente piadosa, pero no saben nada. A usted se le ve que sabe”. Cuando me encontraba en el sitio, contemplé, cercanas las tumbas de unos cruzados y por encima de mi, comenzó a sonar el llamado a la oración de una mezquita cercana. Pensé entonces que ni unos ni otros estuvieron y estaban más dispuestos a escuchar el mensaje de Jesús que sus coetáneos de Nazaret. Porque, al final, no se trata de banderas o de fronteras. Se trata de si uno está dispuesto a aceptar aquello que no merece y que por eso es de gracia o si, por el contrario, piensa que es lo suficientemente bueno, lo suficientemente santo, lo suficientemente ortodoxo como para escuchar el mensaje de gracia o, por el contrario, reconoce que es pecador, que esa situación no varía por el trasfondo nacional o religioso que tenga y que sólo queda acogerse al amor infinito de Dios. Lucas lo narró como pocos en su evangelio y así tendremos ocasión de verlo en las próximas semanas.
CONTINUARÁ