Para aquellos ancianos, la petición estaba más que justificada porque el centurión amaba a los judíos e incluso les había construido una sinagoga (7: 4-5). El centurión, sin embargo, tenía un punto de vista mucho más realista. Él sabía cuál era su condición espiritual y, precisamente por ello, es posible que se acercara a los judíos. Fuera como fuese, sabía que NO era digno a pesar de que hubiera levantado una sinagoga (7: 6). Cuando Jesús se hallaba de camino, le envió recado diciendo que no era digno, pero que le rogaba que curara a su siervo. La base para solicitar esa merced no eran sus méritos – inexistentes para él – sino que Jesús tenía verdaderamente autoridad y poder para enfrentarse con su necesidad.
El centurión sabía, ciertamente, lo que era la autoridad. Tenía hombres a sus órdenes y bastaba que formulara una orden para que la obedecieran (7: 8). Jesús tenía también autoridad y una autoridad que se extendía incluso a la enfermedad y quizá la muerte. Bastaría, pues, con que Jesús dijera la palabra, pronunciara la orden y, con toda seguridad, el siervo sería sanado (7: 7). Cuando Jesús escuchó las palabras que le transmitían del centurión, se volvió hacia la gente que lo seguía - ¡cuántos de ellos no serían sino curiosos que deseaban ver si lo que se contaba de Jesús era cierto! – y les reveló una verdad que no sería agradable para muchos, pero que resultaba innegable: aquel pagano tenía una fe mayor de la que había contemplado en Israel (7: 9). Y, efectivamente, el siervo fue curado (7: 10).
El relato apunta a realidades espirituales de enorme interés. Mucha gente – especialmente, gente religiosa – ve la relación con Dios como un toma y daca, como un “do ut des”, como hago esto y, por lo tanto, me merezco que me concedas lo que te pido. Esa era la visión de paganismo, pero es también la de mucha gente que se considera cristiana en la actualidad y lo era también de judíos contemporáneos de Jesús. De acuerdo con ese punto de vista, el centurión pedía y lo suyo es que Jesús respondiera a su súplica porque tenía aprecio por la religión e incluso lo había manifestado construyendo una sinagoga. Sin embargo, el centurión – a pesar de su origen pagano – sabía mejor que otros cuál era la realidad. La realidad es que no somos dignos de recibir nada de Dios. A decir verdad, en multitud de ocasiones dejamos de manifiesto que nuestra vida y Sus mandatos son líneas paralelas que no se cruzan. Sin embargo, a pesar de esa realidad, el ser humano se puede aproximar a Dios reconociendo que no merece nada y que se fía en ese Dios que no es sólo es Todopoderoso, que no sólo tiene todo sometido a Su designio sino que además desea acoger a sus criaturas.
Ese salto de fe es lo único que permite que Dios y el ser humano se conecten. No porque la fe sea un mérito o una obra – como algunos creen – o porque la fe sea la adhesión de un conjunto de doctrinas sino porque la fe es la mano tendida y abierta que puede recibir lo que no se merece, pero Dios da. Ésa era la fe que Jesús no había encontrado en Israel – vimos los antecedentes en entregas previas – pero que resultaba innegable en aquel centurión, un pagano miembro de un ejército de ocupación.
El relato, sin duda, tiene una enorme relevancia para nosotros. ¿Somos de los que creen que Dios tendría que escucharnos por nuestra condición religiosa o de los que nos sabemos indignos y todo lo fiamos a Su gracia? ¿Somos de los que damos a organizaciones religiosas pensando así ganar el favor de Dios o somos de los que sabemos que a Dios no se le puede comprar? ¿Somos de los que pensamos que Dios nos bendecirá por pertenecer a un club religioso concreto o de los que reconocemos que todo lo debemos a Su generosidad? Según sea nuestra respuesta, podremos ver si pertenecemos al grupo de aquellos cuya fe alababa Jesús o al de los ancianos de la sinagoga de Cafarnaum.