El primer aspecto es el reconocimiento de Dios como Padre y además un padre que es no mío sino nuestro (11: 2). Esto parece natural ahora, pero no lo era en el siglo I d. de C., en que resultaba impensable dirigirse a Dios como padre. Sin embargo, es esa relación paternofilial la que caracteriza a los discípulos de Jesús. Precisamente esa relación permite, por ejemplo, no caer en la ansiedad ya que parte de la base de que Dios no es sólo Señor sino, fundamentalmente, Padre y por ello cuida de nosotros (Mateo 6: 32). Sin embargo, en contra de lo que también piensan muchos, Dios no es Padre de todo el género humano – como afirma la última encíclica papal Fratelli tutti – sino que sólo los que experimentan una conversión convirtiéndose en discípulos de Jesús son hijos de Dios. Son los que aceptan a Jesús los que reciben la posibilidad de convertirse en hijos de Dios (Juan 1: 12) y sólo aquellos que han experimentado una conversión, son los que reciben el Espíritu Santo y sienten como éste clama en su interior llamando Padre – más bien, Abba, papá – a Dios (Gálatas 4: 4-7). Se trata de hijos adoptivos de Dios porque Su único Hijo natural se encarnó y lo conocemos como Jesús. Parece, pues, lógico que la oración se inicie con ese reconocimiento de los discípulos de que Dios es su padre, su padre que no el de todos.
Precisamente porque Dios es Padre, el deseo de sus discípulos es que Su nombre sea santificado, que venga Su reino y que se haga su voluntad en la tierra de la misma manera que se hace en el cielo (11: 2). En otras palabras, la primera preocupación de los hijos de Dios no es lo que a ellos les sucede sino la gloria de Su Padre y que Su Reino alcance su consumación. Lejos de colocarse a si mismos en el centro de la vida, reconocen que ese centro sólo lo puede ocupar Dios y es así porque, en primer lugar, buscan el Reino de Dios y su justicia y consideran que el resto vendrá por añadidura (Mateo 6: 33). Así resulta de evidente que la siguiente petición es que nuestro Padre nos de el pan de cada día (11: 3). La referencia al pan resulta más que oportuna. Los discípulos pueden esperar que Dios vaya a cubrir sus necesidades, pero no viven con ansiedad al respecto sino que se sienten satisfechos con el alimento y el techo (I Timoteo 6: 8). Ese inmenso equilibrio en relación con lo material dista enormemente lo mismo del pauperismo que ha caracterizado durante siglos a la iglesia católica que de las aberraciones del denominado evangelio de la prosperidad. Dios cuidará de Sus hijos sin la menor duda, pero el centro de la vida cristiana no es el ser humano sino Dios. Lo primero es el Reino y no las añadiduras.
A ese orden natural de la vida, se une, a continuación, otro factor relevante y es que podemos acudir a Dios en busca de perdón de la misma manera que podemos otorgar nuestro perdón a otros (11: 4), es decir, el perdón tiene también un contenido comunitario que, por cierto, el cristianismo ha perdido no pocas veces a lo largo de la Historia. Finalmente, la oración expresa el anhelo de no pasar por la tentación y de vernos libres del mal (11: 4). Guste o no – imagino que a la mayoría no le agradara – en este mundo el mal se manifiesta con frecuencia y, en no pocas ocasiones, no sólo se localiza en el exterior sino también en nuestro interior. Nuestra petición debe ser que nuestro Padre nos proteja frente a ambas eventualidades.
En no escasa medida, nuestras oraciones son una proyección clara de nuestra visión espiritual y de lo que consideramos que son nuestras necesidades. Es obvio que aquello que no nos merece una oración no nos importa especialmente y no es menos cierto que las oraciones que más se acercan al modelo de Jesús son las que muestran la sintonía de una persona con la cosmovisión de Jesús. Pero sobre la oración, seguiremos hablando en la próxima entrega.
CONTINUARÁ