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Domingo, 24 de Noviembre de 2024

Marcos, un evangelio para los gentiles (XXIII): 14: 1-11

Domingo, 6 de Octubre de 2019

A dos días de distancia de la celebración de la Pascua (14, 1), el destino de Jesús estaba más que decidido.  Ni las autoridades del templo ni los intérpretes de la Torah estaban dispuestos a dejarlo con vida.  Por el contrario, buscaban cómo poder engañarlo para proceder a su arresto y después darle muerte.  El único límite a su acción era que la detención no tuviera lugar durante la Pascua ya que temían una reacción de la gente que lo había aclamado el domingo de ramos (14, 2).  Frente a esa situación – de la que Jesús estaba más que al corriente – los discípulos seguían absolutamente despistados.  Todo el episodio de la unción en Betania lo deja más que de manifiesto.  Es muy posible que Simón el leproso fuera el padre de Judas (14, 3), pero, fuera como fuese, cuando una mujer hizo acto de presencia y ungió a Jesús con un perfume de nardo puro, no fue sólo él quien se indignó por el gasto alegando que se podía haber entregado a los pobres (14. 4-5).  Algunos han señalado irónicamente que esos eran los socialistas entre los apóstoles porque no estaban dispuestos a poner nada suyo, pero tenían el descaro de decir lo que los demás deberían hacer con lo suyo.  Bromas aparte, la respuesta de Jesús no pudo ser más clara.  No era de recibo criticar a una mujer por actuar con bondad (14, 6).  A los pobres siempre los tendrían para poder hacer el bien (14, 7).  Sin embargo, los días de Jesús con ellos estaban contados.  A decir verdad, aquella mujer lo había ungido para la sepultura (14, 8) y precisamente sería recordada por su acción.  Jesús no tenía la menor duda de que la muerte lo esperaba a la vuelta de la esquina y los críticos que afirman que todo se fue de las manos y que la cruz fue fruto de un despiste se equivocan totalmente como muestra este episodio.  Jesús fue a la muerte a sabiendas de que era así.  Es posible que aquí se encuentre también una de las claves de la traición de Judas. 

     Vez tras vez, Jesús se había referido a cómo su Reino no era como los otros reinos, a cómo sus apóstoles no eran gente que iba recibir porciones de poder sino a servir, a cómo todo se debía a que el mesías no era un conquistador nacionalista como esperaba la mayoría de los judíos sino el Siervo sufriente profetizado por Isaías.  La mayoría de sus discípulos se resistía a ver aquella realidad.  Quizá Judas la comprendió de manera meridiana en aquel encuentro en Betania, posiblemente en casa de su padre.  Seguir a Jesús no era el camino para hacer fortuna.  No era como seguir a conquistadores del talante de Pizarro y Cortés en busca de gloria y oro.  A decir verdad, era transitar el camino de la cruz. 

    Es posible que Judas se aferrara a la idea de que Jesús fuera la clase de mesías que él deseaba.  Incluso también es posible que hubiera creído que la entrada triunfal en Jerusalén afirmaba esa posibilidad.  Ahora ya no cabía seguir engañándose.  El mismo Jesús había dejado de manifiesto que iba a morir en breve y que aquella incómoda mujer lo había ungido para la sepultura.  Lo que se extendía en el futuro inmediato no era la toma del templo, la expulsión de la corrupta clase clerical y la derrota de los romanos sino la ejecución de Jesús.  Ante esa tesitura, Judas decidió sacar lo que fuera de los casi cuatro años perdidos al lado de Jesús (14, 10-11).  No parece que lo hiciera por dinero ya que la cifra que le ofrecieron – el equivalente a un mes de trabajo de un bracero – era pequeña, pero sí es muy posible que pensara que las monedas algo – mínimamente – le compensaban por haber seguido a un hombre que lo había defraudado.  He tenido ocasión de ver esta conducta en distintas personas en varias ocasiones.  El traidor recibe una recompensa ínfima, a veces incluso ridícula, pero el factor monetario es de segunda importancia.  Lo auténticamente relevante es la frustración sentida, el resentimiento acumulado, la ira contenida, la envidia concentrada porque las cosas no han sido como se esperaba que fueran.  De repente, el maestro, el amigo, el compañero se convierten en alguien a quien se anhela destruir.  Puede que el estallido sea breve, incluso que luego venga un amargo dolor, pero las consecuencias resultan inmensamente destructivas porque de esa explosión brotan traiciones, calumnias e incluso crímenes.  La maldad hace acto de presencia y la recompensa económica es lo de menos.  Es mucho más relevante intentar deshacerse de la frustración de saber qué no se alcanzará lo deseado.  Se trata de una conducta verdaderamente diabólica.  Exactamente la que llevó a Judas a traicionar a Jesús.

CONTINUARÁ      

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