Pedro había llegado hasta el lugar donde las autoridades del templo interrogaban a Jesús y esperaba abajo en el patio. Hacía frío, los criados habían encendido un fuego y Pedro se acercó para calentarse. Entonces una de las sirvientas lo identificó y dijo que había estado con Jesús el de Nazaret (14: 66-7). Pedro se apresuró a negar lo que acababa de escuchar asegurando que ni conocía a Jesús ni sabía de lo que hablaba. En un intento de alejarse del peligro, incluso salió a la entrada. En ese momento, como Jesús había anunciado, cantó el gallo.
Sin embargo, las tribulaciones de Pedro no habían concluido. La criada siguió insistiendo y ahora se lo comunicó incluso a los que andaban por allí. Añadió además que aquel sujeto era uno de los del grupo de Jesús (14: 69). Pedro volvió a negar, pero su acento lo delató. De la misma manera que se puede saber si el que habla español tiene acento andaluz, cubano o se sirve de una entonación pulcramente castellana, los que estaban allí se percataron de que Pedro hablaba con un acento galileo. Es decir, perfectamente podía ser cierto lo que decía la mujer (14: 70).
Lo que salió por la boca de Pedro en esos momentos sólo podemos imaginarlo. Ciertamente, siguió negando, pero cuando Marcos nos dice que maldecía y juraba no cuesta hacerse una idea de la desesperación del apóstol y de cómo se reflejó en su manera de hablar (14: 71). Fue entonces cuando el gallo cantó por segunda vez y Pedro recordó lo que le había anunciado Jesús en el sentido de que lo negaría tres veces antes de que el gallo cantara dos (14: 72). En ese momento, al pensar en ello, Pedro comenzó a llorar. El pasaje en griego indica no que rompió a llorar sino que entró en un llanto prolongado, continuo, que se extendió. Aquello de lo que había sido advertido – y que no había querido creer – había acontecido por encima de sus deseos y, al toparse con la realidad, sintió un golpe que sólo pudo traducirse en lágrimas.
Es tremenda la manera en que, a lo largo de nuestra vida, actuamos como Pedro. Las advertencias de las consecuencias de nuestros actos son claras; las señales resultan más que visibles; las palabras aparecen marcadas a fuego, pero, en lugar de recordar que la carne es débil y que el espíritu debe sostenerse sobre la base de la vigilancia, la oración y la cercanía con Dios, confiamos en nuestras propias fuerzas e incluso, con cierta valentía, llegamos hasta la cercanía del peligro. Y entonces la debilidad inmensa de nuestra posición queda de manifiesto de manera trágica. Hasta una criada nos puede poner en jaque y nuestro acento hacernos sentir totalmente expuestos. Cuando llega esa situación, podemos jurar, maldecir, gritar, pero nada de eso cambiará las cosas. Sólo queda llorar porque hemos fallado estrepitosamente, aprender la lección y no volver a caer de nuevo. Sólo así podremos decir que hemos llegado a captar el significado de la amarga experiencia de Pedro.
CONTINUARÁ