Como señalamos en la entrega anterior, el capítulo 24 de Mateo contiene un anuncio de Jesús que insistió en que se cumpliría en el plazo de la generación presente lo que implica un arco temporal del año 30 al 70 d. de C.. Ciertamente, las palabras claras de Jesús contenidas en los 28 primeros versículos encontraron su cumplimiento en el año 70 y cualquiera que lea, por ejemplo, el relato de Flavio Josefo sobre la guerra de los judíos lo comprobará sin especial dificultad. Sin embargo, en el versículo 29 Jesús describe una serie de acontecimientos que, para muchos, sólo pueden referirse a su Segunda Venida. Una vez más, nos tememos que la imaginación y la ignorancia ocupan el lugar que debería ocupar el conocimiento profundo de la Biblia.
De entrada, Jesús insiste en que justo después de la destrucción de Jerusalén y del templo, de la tribulación de aquellos días que tendría lugar en esa generación, se producirían unos eventos que muchos identifican con la Segunda venida de Cristo. La identificación es absolutamente errónea y denota un inquietante desconocimiento del lenguaje bíblico. En el versículo 29, aparece así una referencia a la caída de los astros, a la falta de resplandor de la luna o al oscurecimiento del sol. Para el que no conoce las Escrituras, se trataría de referencias a acontecimientos astronómicos cataclísmicos y previos a la Segunda venida. De ahí a dedicarse a lanzar profecías relacionadas con eclipses o fenómenos lunares hay un solo paso. Que gente no menos ignorante se lo crea se cae de su peso. Que, al final, los primeros saquen el dinero a los segundos es algo que sucede de manera casi automática. Esta mezcla de ignorancia, sensacionalismo y mercachiflería se corregiría simplemente con un conocimiento de la Biblia. De hecho, en la Biblia, las palabras utilizadas por Jesús NUNCA tienen un contenido literal sino que forman parte de un lenguaje simbólico referido a un juicio de Dios a lo largo de la Historia. Permítaseme citar algunos ejemplos al respecto. Por ejemplo, cuando Isaías anunció la destrucción de Babilonia que tendría lugar en el 537 a. de C., escribió:
“He aquí el día de YHVH viene, terrible, es día de indignación y ardor de ira, para convertir la tierra en soledad, y raer de ella a sus pecadores. Por lo cual las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; y el sol se oscurecerá al nacer, y la luna no dará su resplandor. Y castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad; y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes” (Isaías 13: 9- 11).
De manera semejante, al referirse a la destrucción del reino de Edom, Isaías señaló:
“Y todo el ejército de los cielos se disolverá, y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército, como se cae la hoja de la parra, y como se cae la de la higuera. Porque en los cielos se embriagará mi espada; he aquí que descenderá sobre Edom en juicio, y sobre el pueblo de mi anatema” (Isaías 34: 4-5).
No se trata, ciertamente, de un lenguaje limitado a Isaías. Amós al anunciar la destrucción del reino de Israel en el 721 a. de C. afirmó:
Acontecerá en aquel día, dice YHVH el Señor, que ocasionaré que se ponga el sol a mediodía, y cubriré de tinieblas la tierra en el día claro. Y cambiaré vuestras fiestas en lloro, y todos vuestros cantares en lamentaciones; y haré poner cilicio sobre todo lomo, y que se rape toda cabeza; y la volveré como en llanto de unigénito, y su postrimería como día amargo (Amós 8: 9-10).
Lo mismo hallamos en el profeta Ezequiel que al anunciar la aniquilación del imperio egipcio escribió:
“Tras haberte aniquilado, cubriré los cielos y oscureceré sus estrellas; con nubes cubriré el sol y la luna no dará su luz. Oscureceré por tu causa todos los astros brillantes del cielo y pondré tinieblas sobre tu tierra declara YHVH Dios”. (Ezequiel 32: 7-8).
En todos los casos, el lenguaje profético está anunciando el final de un poder a causa del juicio de Dios y lo hace usando imágenes cósmicas que no son literales, pero sí reveladoras. Esto no debería sorprendernos porque hablamos habitualmente del eclipse de un imperio, del oscurecimiento de una carrera política, del ocaso de una nación, etc. Sin embargo, algo tan simple es pasado por alto para que cualquier majadero se ponga a hablar de lunas rojas o fenómenos parecidos como una señal de la inminente segunda venida de Cristo. La realidad es que Jesús estaba diciendo sobre Jerusalén y la nación judía lo mismo que otros profetas dijeron sobre Edom, Babilonia o Egipto: el castigo de Dios será tan radical que podrá simbolizarse con la pérdida de luz del sol y la luna e incluso al desplome de las estrellas. No otra cosa sucedió en el año 70 d. de C., en Jerusalén.
Precisamente, al ser aniquilado todo el sistema religioso judío, quedaría de manifiesto la señal del Hijo del hombre en el cielo. ¡Ojo! El texto original no dice que se vería en el cielo la señal del Hijo del hombre sino que quedaría de manifiesto la señal del Hijo del hombre, el que está en el cielo. Este Hijo del hombre estaría viniendo en las nubes, con poder y gran gloria. Interpretar el texto como una referencia a la Segunda venida es tentador, pero, una vez más, implica pasar por alto la Escritura. La venida en las nubes, el juicio y el lamento de las tribus de la tierra (es decir, las tribus de Ha-arets: Israel) se cumplieron en el año 70 d. de C. De nuevo, el lenguaje profético habitual nos muestra el uso de ese vocabulario para referirse al juicio de Dios en cualquier época de la Historia. De nuevo, permítasenos que demos algunos ejemplos. De entrada, la idea del Dios que cabalga sobre las nubes para enfrentarse con Sus enemigos es muy común y la podemos encontrar, por ejemplo, en el Salmo 104: 3, donde se nos dice que El es “el que establece sus moradas entre las aguas, el que pone las nubes como su carroza, el que anda sobre las alas del viento”. No hace falta decir que las expresiones poéticas no son, ni de lejos, una descripción literal. Pero es que además, los profetas describen muchas veces a Dios como alguien que viene sobre las nubes para ejecutar el juicio. Así, en Isaías 19: 5 podemos leer:
“Carga acerca de Egipto. He aquí que YHVH monta sobre una ligera nube, y entrará en Egipto; y los ídolos de Egipto temblarán delante de él, y desfallecerá el corazón de los egipcios dentro de ellos”.
Más elocuente si cabe es el inicio del libro de Nahum donde se anuncia la aniquilación del imperio asirio de la siguiente manera:
“Profecía sobre Nínive. Libro de la visión de Nahum de Elcos. YHVH es Dios celoso y vengador. YHVH vengador y lleno de indignación. Se venga de sus adversarios y reserva la ira contra sus enemigos. YHVH es tardo para la ira y grande en poder, y no tendrá por inocente al culpable. YHVH marcha en la tempestad y el torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies”.
En todos y cada uno de los casos, no hay referencia a una visión literal de Dios sobre nubes sino a una simbología referida al juicio, un juicio que se ejecuta históricamente sobre las naciones sin excluir al pueblo de Israel.
Por cierto, no deja de llamar la atención que Josefo narre que los judíos que sufrieron el asedio de Jerusalén – y que en no pocos casos eran conscientes de que se enfrentaban a un juicio de Dios – “cuando se ponía en funcionamiento la máquina y se arrojaba la piedra, se avisaban y se gritaban en su lengua materna: ¡Viene el hijo!” (La guerra de los judíos V, 272).
En el caso de Jesús el mesías, esa simbología de venida sobre nubes quedaba además reforzada por el hecho de que en las nubes habría comparecido ante el Padre precisamente como el Hijo del hombre. Así en Daniel 7: 13-14 se había profetizado:
“Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido”.
Es bien revelador que la última vez que los discípulos vieron a Jesús lo contemplaran ascender en una nube (Hechos 1: 9; Marcos 16: 19) al Padre para sentarse a Su diestra en lo que es un claro cumplimiento de la profecía de Daniel. Pero lo que para los discípulos había sucedido efectivamente – el Hijo del hombre estaba en el cielo sentado con poder a la diestra del Padre - quedaría de manifiesto en el 70 d. de C. cuando todo el sistema religioso judío se desplomara con la destrucción del templo. Entonces no podría haber la menor duda de que el viejo pacto había sido sustituido por uno nuevo. Entonces quedaría especialmente de manifiesto el significado de la muerte de Jesús. Como escribiría el autor de la carta a los hebreos (8: 13): “Al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y sigue envejeciendo, está próximo a desaparecer”. Ese nuevo pacto estaba en vigor desde el año 30 d. de C., pero en el 70 d. de C., con la destrucción del templo y de Jerusalén, la señal de que el Hijo del hombre estaba en el cielo y el nuevo pacto se hallaba en vigor resultaría irrefutable.
Ese nuevo pacto tendría además una consecuencia más que clara y es que no pasaría por el sistema judío sino que implicaría que los ángeles de Dios reunirían a los escogidos en todo el orbe (24: 31). El texto griego deja de manifiesto que aquí no se trata de ningún arrebatamiento sino de una reunión de los escogidos. Si “aggeloi” debe ser traducido “ángeles” en el sentido de un enviado celestial de Dios o simplemente “enviados” como en Santiago 2: 25 resulta, en buena medida, secundario. Lo que es obvio es que habría una gran reunión de los elegidos de Dios tras quedar de manifiesto que el Señor había ejecutado Su juicio sobre el sistema judío. Al respecto, los ángeles (o mensajeros) llevarían a cabo una labor de “reunir en sinagogas” – el significado literal del término que algunas versiones traducen como reunir o congregar – a los elegidos. Ambos aspectos – sinagoga y elección – se repiten en otras partes de la Biblia. Con respecto, al término sinagoga, no deja de ser curioso que, por ejemplo, en Santiago 2: 2 se denomine al lugar de reunión de los seguidores de Jesús con la palabra griega sinagoga o en Hebreos 10: 25 al hablarse de no olvidar reunirse con otros creyentes se utilice el mismo verbo que el que Jesús usa para describir la labor de los ángeles que congregarán a los elegidos. Tras la destrucción del templo que pondría de manifiesto que Jesús era el Hijo del hombre, la congregación de los verdaderos creyentes resultaría evidente.
Por lo que se refiere a la elección, es justo lo que vemos en Hechos 2: 47, donde se nos dice que el Señor añadía cada día a su iglesia a los que habían de salvarse o en Romanos 8: 28-39 donde se describe cómo Dios, primero, predestinó y luego lleva a cabo todos los pasos para garantizar la salvación de sus elegidos.
Precisamente porque todo esto iba a suceder en la generación en la que hablaba Jesús (24: 34), había que estar atentos a lo que sucedería (24: 33). Porque lo cierto es que acontecería de manera inevitable (24: 35) aunque Jesús no iba a decir a los discípulos el día y la hora (24: 30). Para muchos, resultaría una catástrofe imprevista como en los días de Noé, circunstancia que obligaría a mantenerse alerta (24: 43-44). De hecho, la conducta de los seguidores de Jesús debía ser como la de un siervo fiel y prudente (Mateo 24: 45-51) y no como la de alguien que pensara que los juicios de Dios no tienen lugar en la Historia.
Para muchas personas, el capítulo 24 de Mateo es simplemente una excusa para dedicarse al estéril ejercicio de especular calenturientamente sobre el futuro. Creen incluso que los seguidores de Jesús no pasarán tribulación alguna porque de la única que existirá serán librados y, por supuesto, se dedican a lanzar especulaciones ridículas – cuando no abiertamente necias – sobre cualquier acontecimiento en Oriente Medio. Que en los últimos años sus “anuncios proféticos” sobre Irak, Irán o Siria se hayan visto desmentidos no les desanima lo más mínimo. Es triste porque cayendo en esas conductas deplorables pierden totalmente de vista la enseñanza de Jesús.
El capítulo 24 de Mateo contiene enseñanzas, a la vez, gloriosas y escalofriantes. La primera es que Dios no hace acepción de personas. Israel pudo ser Su pueblo elegido, pero cuando rechazó al mesías y prefirió aferrarse a un sistema religioso corrupto, su juicio se convirtió en inevitable y el Reino fue dado a otro pueblo que produjera sus frutos (Mateo 21: 43). Jesús señaló que todo vendría sobre aquella generación (Mateo 23: 36; 24: 34) y, efectivamente, la profecía se cumplió de manera inexorable. Ese hecho de relevancia trascendental debería llevarnos a recordar, con Pablo, que las ramas gentiles pueden ser cortadas exactamente igual que las judías y de la misma manera las judías pueden volver a ser injertadas si creen que Jesús es el mesías (Romanos 11: 17-23 y Mateo 23: 38-9). Dios es el Señor de la Historia y vendrá sobre las nubes a ejecutar un juicio tan terrible como si se oscurecieran el sol y la luna siempre que así lo exija Su justicia.
La segunda es que Dios cumple siempre Sus profecías, Sus profecías no las sandeces que puede proferir el personaje de turno anunciando lo mismo la victoria electoral de alguien que apenas reúne el 1 por ciento de los votos o señalando que el arrebatamiento va a tener lugar en relación con unas lunas de sangre… que, por cierto, ya pasaron. La señal del Hijo del hombre había sido profetizada por Daniel, tuvo su cumplimiento en el año 30 con la ascensión del mesías al cielo y quedó de manifiesto con la aniquilación de Jerusalén, el templo y la nación en el año 70 tal y como Jesús anunció.
La tercera es que la muerte, resurrección y ascensión de Jesús el mesías tiene una trascendencia mucho mayor de la que muchos que se dicen cristianos comprenden. En muchos casos, su vida se extiende desde una supuesta conversión – o peor, un bautismo infantil – hasta que también supuestamente vayan al cielo. No captan en ningún momento toda la relevancia del Nuevo pacto ni cómo se aplicaría a sus vidas. Este capítulo 24 permite acercarse a algunos de esos aspectos.
La cuarta es que Dios nos puede pedir cuentas en cualquier momento y haríamos bien en vivir vigilantes. Recuerdo a un predicador que, de manera lamentable, centraba sus predicaciones en la tesis de que el arrebatamiento podía llegar esa noche y la persona que no hubiera recibido a Jesús se quedaría en tierra. Seguramente, convenció a gente, pero su anuncio era penoso. Pasaba por alto el carácter y la justicia de Dios, minusvaloraba el sacrificio de Cristo sustituido por el anuncio de que lo mismo llegaba esa noche y malencaminaba a los que lo escuchaban. La predicación de Jesús en Mateo 24 fue exactamente lo contrario. El templo carecía de valor a pesar de su majestuosidad y no quedaría de él piedra sobre piedra. Lo verdaderamente importante era el mesías y su obra. No deja de ser significativo que, tras el anuncio de la destrucción del templo, Jesús lo abandonó para siempre jamás. Según narra Mateo, lo hizo además en estricto paralelo a como Ezequiel describe que la gloria de YHVH abandonó el templo antes de su destrucción por Nabucodonosor. Como la gloria de YHVH, Jesús dejó aquel santuario que, desprovisto de la presencia divina, había quedado reducido a ser no casa de oración sino cueva de ladrones (Mateo 21: 12-13). Aquel edificio, a pesar de su inmensa majestuosidad, sólo podía esperar la destrucción.