La segunda referencia en la Biblia a una España que ya es denominada con su nombre judío posterior, es decir con el de Sefarad [5], la encontramos en un breve escrito profético del Antiguo Testamento, el de Abdías [6]. En el mismo no sólo se menciona a los judíos afincados en Sefarad, sino que incluso se vaticinan bendiciones para ellos en un futuro escatológico. ¿Era esa Sefarad de Abdías la misma que la posterior, es decir, España? Desde luego, ya en el s. I d. de C., Jonatán ben Uziel, discípulo del afamado rabino Hillel, identificaba ya Sefarad con España y esa identificación se mantendría unánime en toda la tradición judía posterior. No sólo eso. Los comentarios judíos al profeta Abdías escritos ya durante la Edad Media no dudan en afirmar que esa Sefarad no era otra que España [7].
A estas referencias bíblicas se suman las de otros escritos judíos, ya medievales, en los que se articulan leyendas sobre la llegada de los hijos de Israel a España. Supuestamente, habrían llegado a Sevilla y pertenecerían a la casa de David y a la familia del rabí Isaac Abarbanel, precisamente el que lo contaría durante la Edad Media en su comentario a Zacarías 12, 7. La noticia, sin base histórica real, roza lo fabuloso cuando en la Crónica de Rasis se nos habla de un rey sevillano que participó en el asedio de Jerusalén[8], cuando se nos dice que el propio Nabucodonosor acudió a España [9] y que por esa época llegaron a la península Ibérica joyas como las del templo de Jerusalén o la mesa de Salomón [10]. Esta escasez de datos experimenta un cambio al llegar al siglo I de nuestra Era. De hecho, no deja de ser significativo que cuando, mediados del s. I d. de C., Calígula arrojó al rey Herodes Antipas y a Herodías de Tierra santa, éstos se asentaran en Hispania [11], la misma Hispania que contaba con la suficiente presencia judía como para que otro judío, Pablo de Tarso, la viera como objetivo de su plan de evangelización del mundo conocido.
Pocos años después, en el 70 d. de C., las legiones de Tito tomaron Jerusalén y arrasaron el templo, y no pocos judíos buscaron refugio lejos de su solar nacional. La elección de Hispania, entre otros enclaves, aparece reflejada en fuentes talmúdicas [12]. Los restos arqueológicos confirman esa circunstancia. Así lo atestiguan, por citar sólo algunos ejemplos[13], un ánfora del museo de Ibiza (s. I d. de C.)[14], un puteal de Córdoba con el nombre de Tadeo (Thaddaus) [15], y una serie de epitafios, uno emeritense de un tal Justino (Iustinus) procedente de Flavia Neapolis, es decir, la Siquem bíblica y la actual Nablus [16], otro, copiado en Villamesías, provincia de Cáceres donde se habla en la cuarta línea de un iudeus [17]; otro más, procedente de Adra, Almería, donde se habla de la niña Salomonula [18].
La distribución geográfica de esas colonias judías fue ciertamente muy extensa. Incluyó a Livia, la actual Llivia, Emporiae (Ampurias), Iluro (Mataró), Barcino (Barcelona), Tarragona – el lugar donde muy posiblemente Pablo de Tarso predicó el Evangelio de Jesús el mesías y Señor – Dertosa (Tortosa), Ebussus (Ibiza), Maiorca (Mallorca), quizá Caesaugusta (Zaragoza), Saetabis (Játiva), Carthagonova (Cartagena), Abdera (Adra) – de donde era la niña judía Salomonula – Iliberris (Elbira o Granada), Malaca (Málaga), Gades (Cádiz), Nabrissa (Lebrija), Hispalis (Sevilla), Ilipa (Alcalá del Río), Celti (Peñaflor), Carmo (Carmona) o Corduba (Córdoba). A estos nombres habría que añadir fuera del Levante, de las Baleares y de Andalucía, otros lugares como Mérida, Segóbriga, cerca de Cuenca o Asturica Augusta (Astorga). Los judíos llevaban siglos asentados en Hispania – más que los romanos – y, al menos en apariencia, no conocían problemas de convivencia con el resto de los habitantes de aquella península impregnada ya en profundidad por la cultura clásica y, de manera creciente, por una fe que había surgido precisamente en el seno del judaísmo, la fe cristiana. Semejante situación iba a cambiar de manera radical a partir del siglo IV.
CONTINUARÁ
[1] Un desarrollo del tema con bibliografía en C. Vidal, Jesús el judío, Barcelona.
[2] En ese sentido, con bibliografía, C. Vidal, Los primeros cristianos, Barcelona.
[3] En el mismo sentido, Amador de los Ríos, Judíos, pp. 35 ss; Katz, The Jews, p. 144 ss; Cantera-Millás, Inscripciones, pp. 293 ss y García Iglesias, Los judíos, pp. 31 ss.
[4] En el mismo sentido Williams, Adversus Iudaeos, pp. 207 ss.
[5] Sobre el origen etimológico de la palabra Sefarad, véase: G. Maeso, “Sobre la etimología de la voz Sefarad”, Sefarad IV, 1944, pp. 359-363.
[6] Sobre el tema, véase: W. Kornfeld, “Die judische Diaspora in Ab. 20” en Mélanges A. Robert, París, 1957, pp. 180 ss.
[7] En ese sentido, Rabí David Quimhí (s. XII) o Rabí Isaac Abarbanel (s. XV).
[8] Rasis 135-137.
[9] Rasis 136.
[10] Rasis 137 y 316.
[11] La noticia la da nada menos que Flavio Josefo en Bellum Iudaicum II, 183.
[12] Arajin 10b y Yomá 38 a.
[13] Una exposición detallada de estas fuentes en García Iglesias, Los judíos..., pp. 51 ss.
[14] J. M. Solá Solé, “De epigrafía” en Sefarad XX, 1960, pp. 291 ss.
[15] CIL II, 2232.
[16] CIL II, 515.
[17] HAEpigr 752.
[18] CIL II, 1982.