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Martes, 19 de Marzo de 2024

De la conversión en religión estatal a la “solución final” del problema judío (II): La ejecución del primer disidente (II): Prisciliano y la ejecución de los primeros disidentes

Jueves, 19 de Septiembre de 2019

De la predicación de Pablo poco quedaba al cabo de un par de siglos.  El apóstol había insistido en que no había otro Evangelio aparte del de la justificación por la fe (Gálatas 1: 6-10;  2: 15-16); en que en las Escrituras se encontraba lo necesario para ser salvo a través de la fe en Cristo (2 Timoteo 3: 14-17); en que no existía otro mediados entre Dios y los hombres que Cristo (I Timoteo 2: 5) o en que los obispos debían ser casados (I Timoteo 3: 1-2).  Casi nada de ello quedaba en Hispania a inicios del siglo IV.  Pocas veces se han expresado más elocuentemente esa mutación – verdaderamente espectacular -  que en una de las obras de J. H. Newman, cardenal católico procedente del anglicanismo.  El prelado describiría de la siguiente manera la mutación experimentada por la fe originalmente predicada por Jesús el judío:

 

          En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial. Se nos dice de varias maneras en Eusebio (V. Const III, 1, IV, 23, &c), que Constantino, a fin de recomendar la nueva religión a los paganos, transfirió a la misma los ornamentos externos a los que aquellos habían estado acostumbrados por su parte. No es necesario entrar en un tema con el que la diligencia de los escritores protestantes nos ha familiarizado a la mayoría de nosotros. El uso de templos, especialmente los dedicados a casos concretos, y adornados en ocasiones con ramas de árboles; el incienso, las lámparas y velas; las ofrendas votivas al curarse de una enfermedad; el agua bendita; los asilos; los días y épocas sagrados; el uso de calendarios, las procesiones, las bendiciones de los campos; las vestiduras sacerdotales, la tonsura, el anillo matrimonial, el volverse hacia Oriente, las imágenes en una fecha posterior, quizás el canto eclesiástico, y el Kirie Eleison son todos de origen pagano y santificados por su adopción en la Iglesia[2].

 

     La descripción de Newman difícilmente hubiera podido ser más iluminadora.  La fe sencilla de Jesús el judío que, posteriormente, sus discípulos difundieron por la cuenca del Mediterráneo, desde Israel a Hispania, se vio invadida por una auténtica avalancha de prácticas de carácter pagano.  De manera bien significativa, todas esas prácticas acabarían anegando la base inicial de la predicación evangélica hasta el punto de acabar por sustituirla.  De hecho, a día de hoy, millones de personas que se consideran cristianas se sentirían más identificadas con las prácticas paganas descritas por Newman que por los enunciados de Pablo señalados.  La responsabilidad episcopal en tan profundo cambio resulta innegable.  Lejos de resistirse ante aquella mutación, las autoridades cristianas – seducidas por la idea de convertirse en una religión cercana al emperador, primero, y oficial, después – no ofrecieron la menor resistencia al proceso de paganización.  El resultado fue un proto-catolicismo – en él estaban ausentes algunas de las notas características del catolicismo posterior, pero ya incorporadas otras – que mantendría a lo largo de los siglos la impronta del paganismo de los siglos anteriores.  Es éste un fenómeno que excede los límites del presente estudio, pero que debe señalarse, siquiera someramente, para comprender el caso de Prisciliano.

      Los apologistas católicos, desde Sulpicio Severo a Menéndez Pelayo, se han empeñado en presentar a Prisciliano como un archihereje, cabecilla de un movimiento de masas y culpable de haber abrazado la gnosis y el maniqueísmo lo que, supuestamente, legitimaría su ejecución.  Sin entrar en los juicios de valor de esa versión, de lo que no cabe la menor duda es de que es insostenible históricamente y de que colisiona frontalmente con el análisis de las fuentes. 

     De entrada, como ha señalado un estudio reciente, el cristianismo de la época era ya una religión rebosante de “cristianos paganizados” [3].  Aunque, más bien, habría que hablar de paganos sólo epidérmicamente cristianizados si por cristianización se entiende la cercanía al contenido del Nuevo Testamento.  La nueva religión rebajaba notablemente sus exigencias para facilitar la entrada de los paganos [4] y estaba circunscrita al ámbito de la ciudad.  Ciertamente, durante el siglo IV, se produciría un crecimiento de la red episcopal, pero cabe atribuirlo más al deseo de acaparar unos cargos episcopales por parte de la élite social que a una cristianización[5].  En ese contexto de cristianismo paganizado, pero atractivo en la medida en que las sedes episcopales estaban sustituyendo como forma de poder a las debilitadas estructuras imperiales, surgió la figura de Prisciliano.

      Sulpicio Severo dejó trazado un retrato de Prisciliano que no nos dice mucho.  De él afirma que era “de familia noble, rico, de carácter fuerte, inquieto, elocuente, erudito por la mucha lectura, muy dispuesto a la predicación y la discusión, que habría tenido éxito, ciertamente, de no haberse corrompido su talento bien dotado con aficiones equivocadas” [6].  A esto hay que añadir que era laico cuando comenzó todo el episodio.  Al comenzar la controversia denominada convencionalmente “priscilianista”, el propio Prisciliano era un personaje secundario que ni siquiera desempeñaba funciones presbiteriales o episcopales.  De hecho, no hay referencias a una secta priscilianista hasta el año 400 aproximadamente ya después de su muerte. 

     Según la versión de Sulpicio[7], el obispo Higinio de Córdoba habría descubierto la herejía de Prisciliano y se la habría comunicado a otro obispo, Hidacio de Mérida.  Como forma de denigrar “a posteriori” a Prisciliano el relato tiene un claro contenido legitimador, pero es insostenible a tenor de las fuentes históricas como tendremos ocasión de ver.  A la sazón, los problemas con los que tenían que enfrentarse los obispos hispanos incluían, de entrada, la herejía arriana – un problema que, como veremos, nada tenía que ver con Prisciliano siendo frecuentes los cambios de posición llevados a cabo a impulsos de las transformaciones de la política imperial [8] - la amenaza que cierto ascetismo significaba para el laxismo episcopal; y la insistencia en imponer el celibato en el clero en contra de lo contenido en el Nuevo Testamento.  Ninguna de estas cuestiones tenía vinculación con el grupo al que estaba unido Prisciliano.  Bien distintas eran otras cuestiones que sí encontramos relacionadas con él:  el estudio y la enseñanza de las Escrituras aparte de lo dispuesto por la jerarquía, la insistencia en que el obispo debía ser designado por la congregación y no por el resto de la jerarquía y un papel de la mujer en la congregación que contemplamos en el Nuevo Testamento, pero que ya ha desaparecido del cristianismo del siglo IV.  En otras palabras, lo que el grupo en el que estaba Prisciliano pretendía cuenta con paralelos numerosos en la Historia del cristianismo posterior al siglo IV que llega hasta la Reforma protestante del siglo XVI.  Un grupo de creyentes abriga la convicción de que puede acceder al texto de la Biblia sin la supervisión de la jerarquía e incluso considera lícito leer otros textos de religión en la certeza de que cuenta con la suficiente sensatez como para poder separar el grano de la paja.  De esa lectura, no sólo se desprende – es una constante histórica – una clara crítica del estado de cosas existente distante, en mayor o menor medida, de lo que se enseña en las Escrituras sino también el descubrimiento de que el orden eclesial no es el correcto y que una de sus manifestaciones es el relegamiento de la mujer.  Higinio captó al menos algunos de esos elementos y así se lo comunicó a otro obispo quizá porque temía que semejantes puntos de vista se extendieran a su diócesis.  El resultado de esa situación fue un sínodo celebrado en Zaragoza.

     De manera bien significativa – que muestra hasta qué punto la información de Sulpicio Severo y la manera en que acusó a Prisciliano no se corresponde con la realidad – en el citado sínodo no se habló de herejía.   A él asistieron doce obispos, se aprobaron ocho cánones y – cuestión importante – ni siquiera se convocó a los que sostenían las tesis de Prisciliano acerca de la libre interpretación de las Escrituras, la elección de obispos por la congregación o el mayor papel de la mujer en el seno de la comunidad.  A decir verdad, los documentos emanados del sínodo zaragozano ni condenaron a la gente con la que estaba relacionado Prisciliano, ni a éste ni sus posturas.  No sorprende que el obispo Hidacio se sintiera encrespado por lo que consideraba una grave amenaza para su autoridad.  ¿Lo era realmente?

      Las fuentes indican que no.  El grupo al que pertenecía Prisciliano era reducido; y en no pocas ocasiones, fue objeto de ataques por las turbas[9].  Lo más posible es que se tratara de un colectivo pequeño e ilustrado que, tras examinar las Escrituras, tan sólo deseara una mayor coherencia cristiana en la iglesia, una configuración episcopal conforme al Nuevo Testamento, una mayor libertad para leer cualquier escrito religioso y un papel de la mujer más amplio.  Mientras que para muchos obispos la existencia del grupo carecía de relevancia – y más teniendo en cuenta que no se encontraba en su diócesis – para el de Mérida era intolerable.   Cuando además en su diócesis una parte de la comunidad decidió inclinarse por aquellas tesis, el obispo Hidacio se sintió todavía más amenazado.  Con todo, lo que provocó un encrespamiento mayor fue el nombramiento de Prisciliano como obispo de Ávila.  Un grupo pequeño que no difunde ninguna herejía y que sólo causa problemas a un obispo podía ser relativamente tolerable para algunos, pero un obispo convencido de esas tesis y capaz de implantarlas en una diócesis era algo muy diferente.  A partir de ese momento, Prisciliano pasaba de ser un miembro del colectivo a simbolizarlo por completo.

     Hidacio dio entonces un paso que iba a tener una trascendencia extraordinaria en la Historia posterior de Occidente.  Acudió al poder civil para que procediera a expulsar a los seguidores de Prisciliano.  Así consiguió del emperador Graciano un rescripto de condena contra él y sus seguidores[10].  La causa alegada fue que profesaban el maniqueísmo, una religión condenada desde el año 319[11].  Se trataba de una acusación falsa, sin duda alguna, pero que podía permitir la eliminación de unos disidentes.  Por supuesto, los priscilianistas respondieron y lo hicieron presentando un escrito contra los maniqueos con los que no tenían punto de contacto.  Pero eran conscientes de que su situación era incómoda.  Intentando salvarse, los priscilianistas recogieron cartas de distintas comunidades en las que se informaba positivamente de ellos y, a continuación, decidieron ponerse en camino hacia Italia donde estaban las sedes más relevantes de Occidente: Roma y Milán.  Es más que posible que pensaran que si los obispos de estas diócesis los apoyaban, el emperador no ejecutaría contra ellos su rescripto.  Pero ni en Milán ni en Roma fueron recibidos[12] a pesar de que con destino al obispo de esta diócesis habían redactado el Liber ad Damasum.  En no escasa medida, resulta lógico que así fuera.  No había ninguna razón para defender del poder imperial a un grupo que pretendía que el acceso a las Escrituras fuera libre; que se pudiera leer con libertad cualquier escrito religioso; que la congregación eligiera al obispo y que la mujer tuviera un papel mayor.  Si la suerte de los priscilianistas no fue peor se debió a la intervención de Macedonio, magister officiorum.  Macedonio era pagano y no debía de ver con buenos ojos que los obispos pretendieran valerse del poder imperial para sus intrigas.  En el año 382, los priscilianistas habían recuperado sus cargos eclesiales.  Es posible que éstos pensaran que la disputa había concluido a su favor.  La realidad es que estaba a punto de comenzar el último acto del drama.    Su protagonista fue otro obispo, Itacio de Ossonoba (Estoi, Faro).  Amigo de Hidacio, Itacio añadió a las acusaciones anteriores una especialmente sugestiva, la de magia.

      El cargo de magia fue recurrente en la autoridad como una manera de intentar dar explicación al éxito de un enemigo especialmente odiado.  Los romanos no tuvieron así problema a la hora de acusar de magia a Cleopatra - ¿cómo explicar de lo contrario su éxito con Marco Antonio? – ni los descendientes de los fariseos de culpar a Jesús de extraviar al pueblo de Israel recurriendo a esa misma arma.  Los ejemplos históricos, al respecto, son muy numerosos.  Si alguien logra que lo sigan sin merecerlo – su falta de merecimientos radica, fundamentalmente, en la diferencia de criterios respecto a los que lanzan la acusación – sólo puede deberse a la hechicería.  Semejante circunstancia puede resultarnos risible en la actualidad, pero podía costar la vida al acusado de incurrir en ella.  En torno al año 383, el praefectus pretorio Gregorio recibía una denuncia del citado obispos acusando a Prisciliano y a los suyos de practicar la magia.  Inmediatamente, Gregorio convocó a los priscilianistas a Tréveris y envió un informe a Graciano, autor del rescripto que ya, previamente, los había calificado, injustamente, de herejes.

     La reacción de los priscilianistas fue la de recurrir nuevamente a Macedonio logrando así que la causa fuera traspasada del praefectus al vicarius Hispaniarum.  En otras palabras, parecían confiar en que si el poder civil examinaba su causa en Hispania, a pesar de carecer del apoyo de los obispos de Roma y de Milán, podrían demostrar su inocencia de los cargos que se formulaban contra ellos. Quizá lo hubieran conseguido de no tener lugar un nuevo cruce del poder civil con el eclesiástico. En agosto de 383, Máximo entró en Tréveris como nuevo emperador con la intención de gobernar sobre Galia e Hispania.  Para muchos, Máximo no pasaba de ser un general golpista que necesitaba recibir algún tipo de legitimidad.  En ese sentido, necesitaba de manera acuciante no verse deslegitimado por la jerarquía eclesial sino, por el contrario, al igual que Teodosio en oriente, recibir su respaldo.   Fue así cómo Máximo decidió retener la causa en la Galia e intentar solventarla en el seno de la iglesia.  Sin embargo, a esas alturas, los enemigos de Prisciliano no estaban dispuestos a aceptar otra conclusión que la eliminación física de los disidentes.  Obispos como Britanio, Magno, Rufo o Ursacio no tuvieron dificultad en imponer sus puntos de vista sobre el emperador.  Cuando Máximo convocó un concilio en Burdeos para solventar la situación, Prisciliano no tuvo otra salida que la de acudir acompañado de los suyos fueran clérigos o laicos.  No cabía, sin embargo, hacerse ilusiones sobre lo que iba a suceder.  De hecho, cuando Instancio, uno de los partidarios de Prisciliano, intervino fue despojado de su dignidad episcopal.  Posiblemente, atemorizado ante semejante perspectiva, Prisciliano solicitó ser juzgado por la autoridad civil que, en momentos anteriores, había sido más proclive a la imparcialidad.  Así, junto con los suyos, fue conducido a Tréveris[13].

     Que el destino de Prisciliano podía ser la muerte – a pesar de la falta de precedentes al respecto – se desprende del hecho de que Martín de Tours lograra que Máximo le prometiera que no habría ejecuciones.  Martín era, sin duda, un personaje de notables características.  Había sido soldado en el pasado y había abandonado la carrera de las armas convencido de que era absolutamente incompatible con el hecho de ser cristiano.  Semejante posición había sido generalizada durante los tres primeros siglos, pero resultaba casi impensable en el siglo IV en que abundaban en la iglesia los que ansiaban convertirse en la base confesional del imperio.  Martín, sin embargo, había mantenido una repugnancia naturalmente cristiana hacia el derramamiento de sangre y la idea de que una disputa eclesial pudiera zanjarse de esa manera lo sobrecogía, posiblemente porque imaginaba que acabaría por sentar un peligrosísimo precedente.

      A pesar de las promesas de Máximo, Prisciliano fue sometido a un doble proceso en el curso del cual fue sometido a tortura [14] y, lógicamente, acabó confesando crímenes no cometidos.  Con todo, no deja de ser significativo que, a pesar del tormento, la confesión de Prisciliano fue muy parca.  En ningún momento, reconoció que practicara la magia o que fuera maniqueo – las dos principales acusaciones formuladas contra él – sino que había celebrado reuniones nocturnas en las que participaban mujeres y que había orado desnudo.  Se mire como se mire, las acusaciones no parece que revistieran una gran relevancia y, en cualquier caso, queda de manifiesto hasta qué punto había ido evolucionando la disputa inicial.  Para Máximo, nada de esto tenía mayor importancia ansioso por recibir el respaldo episcopal. 

      En torno al 385, fueron ejecutados por sentencia imperial, Prisciliano; los clérigos Felicísimo y Armenio; el laico Latroniano, Juliano y Eucrocia, cuyo delito había sido acoger en su casa a Prisciliano y sus seguidores durante un viaje.  Era el inicio.  En procedimientos posteriores, fueron condenados a muerte Asarivo y el diácono Aurelio; al exilio en la isla de Sylinancis a Tiberiano, el obispo Instacio e Higinio; al exilio a la Galia a Tértulo, Potamio y Juan[15].  Por supuesto, los bienes de todos los condenados fueron confiscados.  Con todo, la situación hubiera podido ser peor porque Máximo había enviado agentes a Hispania para localizar a los seguidores de Prisciliano.  Si, al fin y a la postre, semejante pesquisa no se llevó a cabo se debió a la intervención de Martin de Tours[16].  Ni Hidacio ni Itacio lograron conservar sus sedes episcopales tras la caída de Máximo, pero esa circunstancia no llevó a la rehabilitación de Prisciliano que, paradójicamente, puede ser el personaje enterrado en Compostela como el apóstol Santiago [17].  Con todo, esos son aspectos secundarios que no pueden apartarnos de la enorme trascendencia de la Historia.

     En la película ¿Vencedores o vencidos? se relata el proceso de varios jueces que sirvieron en tribunales durante el III Reich.  Uno de ellos, interpretado por Burt Lancaster, condenó a muerte a un anciano judío por delito sexual, a pesar de su inocencia.  El juez acepta la justicia de su condena y, desde su celda, llama al presidente del tribunal – interpretado por Spencer Tracy – para agradecerle su ecuanimidad a lo largo de la causa.  Antes de despedirse, Lancaster dice, en tono exculpatorio, que nunca pensaron que se pudiera llegar al horror de los campos y de las cámaras de gas.  Spencer Tracy le responde entonces que a todo eso se llegó el día en que aceptó condenar a muerte a un inocente.  La ejecución de Prisciliano y sus seguidores marcó un punto de inflexión en la Historia de la iglesia occidental.  Por primera vez, el disidente no fue objeto de censura o disciplina eclesiales sino que fue entregado al poder civil para que procediera a su ejecución por razones religiosas.  Para lograr tan execrable fin, los obispos hispanos no dudaron en mentir, calumniar y, finalmente, apoyarse en la debilidad política de un poder imperial de legitimidad discutida.  La práctica se repetiría, de manera sistemática, en los siglos siguientes en incontables ocasiones y lo haría porque, con aquellos obispos hispanos, comenzó todo.                               

CONTINUARÁ     


La bibliografía sobre Prisciliano es muy extensa.  Entre las obras más destacables se hallan: V. Burrus, The Making of a Heretic, Berkeley, 1995; H. Chadwick, Priscillian of Avila.  The Occult and the Charismatic in the Early Church, Oxford, 1997;  M. V. Escribano Paño, Iglesia y Estado en el certamen priscilianista. Causa ecclesiae et iudicium publicum, Zaragoza, 1988; F. J. Fernández Conde, Prisciliano y el priscilianismo: historiografía y realidad, gijón, 2007; O. Núñez García, Prisciliano, el priscilianismo y competencia religiosa en la antigüedad.  Del ideal evangélico a la herejía galaica, Vitoria, 2011; B. Vollmann, Studien zum Priszillianismus. Die Forschung, die Quellen, der Fünfzehnte Brief Papst Leos des Grossen, St. Ottilien, 1965;

[2]  J. H. Newman, An Essay on the Development of Christian Doctrine, Londres, 1890, p. 373.

 

[3]  La expresión es de Óscar Núñez García, Prisciliano, priscilianismos y competencia religiosa en la antigüedad.  Del ideal evangélico a la herejía galaica, Vitoria, 2011, p. 26. 

[4]  En el mismo sentido, O. Núñez García, Oc, p. 27.

[5]  O. Nüñez García, Oc, p. 28.

[6]  Sulpicio Severo, Crónica, II, 40, 4.

[7]  Crónica, II, 46, 8.

[8]  Uno de los casos más evidentes es el de Osio de Córdoba.  No hace muchos años, en textos católicos se insistían en su elocuente defensa del credo trinitario de Nicea.  Se ocultaba como, al fin y a la postre, había terminado por abrazar el arrianismo.  Al respecto, véase: J. Fernández Ubiña, “El Libellus Precum y los conflictos religiosos en la Hispania de Teodosio” en Congreso Internacional La Hispania de Teodosio, I, pp. 59-68 e Idem, “El Libellus precum y los conflictos religiosos en la Hispania de Teodosio”, Florentia Iliberritana, 8, 1997, pp. 103-123.

[9]  En el mismo sentido, O. Núñez García, Oc, p. 51.

[10]  Quizá, aunque no es seguro, CTh XVI, 5, 4.

[11]  Las normas son muy numerosas: CTh XVI, 5, 3 (372); Cth XVI, 5, 7 (381); CTh XVI, 5, 9 (382); CTh XVI, 5, 11 (383) y CTh XVI, 7, 3 (383).

[12]  Sobre el tema, véase: G. Pluglisi, “Giustizia criminale e persecuzioni antieretiche (Priscililliano e Ursino, Ambrosio e Damaso)” en Siculorum Gymnasium, 43, 1990, pp. 91-137.

[13]  M. V. Escribano, “Haeretici ire damnati: el proceso de Tréveris contra los priscilianistas (385)” en Studia Ephemeridis Augustinianum, 46, 1994, pp. 405 ss.

[14]  Pacato, Paneg., 29, 3.

[15]  Sulpicio Severo, Crónica II, 51, 1-4.

[16]  Sulpicio Severo, Dial., III, 13, 6.

[17]  Sobre el tema, H. Chadwick, Priscillian…, p. 233.

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