¿En qué medida afectó este cambio a la situación de los judíos españoles? Inicialmente, en contra de lo que se ha afirmado tantas veces, da la sensación de que en nada. El propio Recaredo se limitó a dictar una sola ley referida a los judíos. Se trata de un texto legal nada novedoso en el que no fue más allá de confirmar una norma de larga trayectoria, la que vedaba la tenencia de esclavos cristianos. La prohibición – hemos tenido ocasión de verlo – era antigua, pero no debía de haber disfrutado de un cumplimiento especialmente riguroso. De hecho, sabemos por una carta del papa Gregorio Magno, la VII, de 599, que los judíos intentaron mediante la entrega de dinero lograr la derogación de la ley y asimismo que no habían tenido éxito en su empeño. Por lo que indica el mismo texto de Gregorio Magno, la firmeza de Recaredo era digna de encomio al no dejarse sobornar, pero no era menos cierto que en zonas como la Narbonense los judíos, a pesar de las leyes, tenían esclavos cristianos.
Será un cuadro que veremos repetirse vez tras vez durante los siglos siguientes. De hecho, los reyes que sucedieron a Recaredo – Witerico, Liuva II, Gundemaro – eran tan católicos [1] como el monarca hijo de Leovigildo y al igual que él no manifestaron un especial celo por aplicar la legislación que prohibía a los judíos tener esclavos cristianos.
En 612, ascendió al trono Sisebuto. De él se ha afirmado que marca el inicio de una legislación antijudía [2], pero semejante punto de vista resulta bastante discutible. De Sisebuto, sabemos que intentó mediante una ley dirigida a tres obispos – cuyos nombres se citan – y a un conjunto de jueces y presbíteros, impedir que los judíos tuvieran esclavos cristianos en ciertas zonas del sur de España. En otras palabras, pasaban los años y una ley añosa no se aplicaba en ciertos lugares del reino. A decir verdad, no sólo en algunas zonas. De hecho, una segunda ley de Sisebuto volvió a insistir en el cumplimiento de la prohibición ya en todo el territorio nacional.
En paralelo, asistimos a un comportamiento que volveremos a encontrar en siglos sucesivos. Nos referimos a la creencia en que determinados problemas sociales relacionados con los judíos desaparecerían precisamente cuando ya no existieran los judíos como colectivo individualizado. Como tantas medidas de ingeniería social ensayadas a lo largo de la Historia, ésta carecía de humanidad y se sustentaba mejor en la mente de los políticos que en la práctica.
¿Qué llevó a Sisebuto a creer que podría tener éxito un impulso favorable a la conversión de los judíos? No es fácil determinarlo, pero cabe la posibilidad de que influyera el hecho de que, de manera voluntaria, diera ese paso un grupo de judíos importantes de la ciudad de Toledo. Si aquellos personajes, de notable relevancia, habían abrazado el catolicismo, ¿por qué no iban a hacerlo otros de menor talla? y, llegados a ese punto del razonamientos, si se produjera la conversión de las distintas comunidades judías que habitaban en España ¿no se pondría así final a problemas como el de la posesión – imposible de eliminar - de esclavos cristianos por ellos? Aunque el episodio no es conocido con exactitud, sí nos consta que intentó llevar a los judíos a la conversión “no según sabiduría, sino por el poder” (non secundum scientiam; potestate). El resultado fue, como muchas veces antes o después, el que cabría esperar. No pocos judíos optaron por el exilio – en esta ocasión a territorio franco [3]- algunos se convirtieron al catolicismo a la fuerza, quizá otros lo hicieron de grado... pero, en cualquier caso, no se produjo el efecto deseado.
Suintila, el sucesor de Sisebuto, optó por una política más realista. En otras palabras, permitió el regreso de los judíos del exilio y consintió en que volvieran a practicar su antigua religión los conversos que así lo desearan.
No hace falta decir que este vaivén tuvo todo tipo de efectos salvo los positivos. El IV concilio de Toledo de 633, ya bajo el rey Sisenando, intentó encontrar alguna salida a lo sucedido, pero no se puede decir que la obtuviera. Por un lado, criticó la política seguida por Sisebuto y, por otro, exigió que los judíos que se hubieran bautizado vivieran como católicos para evitar que alguien pudiera burlarse de su nueva fe. Una vez más encontramos en estas disposiciones un conjunto de circunstancias que veremos repetirse vez tras vez. la primera es que se amenaza con el anatema a los obispos, clérigos o seglares que se dejaran convencer por el dinero para ayudar a los judíos a desobedecer la ley, es decir, que la minoría judía intentaba sobrevivir como lo había hecho durante siglos.
La segunda no la hemos encontrado hasta ahora, pero tendrá secuelas posteriores especialmente desgarradoras. Nos referimos, claro está, a la desconfianza hacia los judíos convertidos. Los que habían dado ese paso bajo presión eran mal vistos a la vez que se les impedía desandar el camino que nunca hubieran emprendido por su propia voluntad. Sin embargo, no era mejor la situación de aquellos que habían optado por el catolicismo con convicción. El problema converso no tenía – no podía tener – las dimensiones que alcanzaría en los siglos siguientes, pero ya se perfilaba en sus líneas más dramáticas. Se trataba de una tragedia forjada por la iglesia católica que sería incapaz de solucionar sin provocar sufrimientos aún mayores a lo largo de los siglos. Como sucedería vez tras vez en el futuro, ninguno de los problemas se solventaría y aparecerían otros nuevos especialmente agudos.
Tan sólo cinco años después, el VI concilio de Toledo recogía en un canon su voluntad de resolver los conflictos que planteaban los judíos mediante el recurso a la expulsión. Tan sólo los católicos podrían vivir en su reino[4]. La medida era dura, sin ningún género de dudas, pero no parecía así a todos. El papa Honorio I, sin ir más lejos, envió una carta al concilio en la que recriminaba a los padres por su blandura hacia los judíos. No era una censura suave ya que los acusaba de ser “perros sin fuerza para ladrar” [5]. El papa atribuía la frase al profeta Ezequiel cuando, en realidad, se encuentra en Isaías 56, 10, pero su ignorancia bíblica no era lo peor. Lo más inquietante era que se trataba de la primera manifestación de una conducta que se repetirá a lo largo de los siglos: las presiones del papa para que los reyes hispanos fueran más severos con los judíos de lo que deseaban serlo.
¿Tuvo éxito aquella normativa que contaba con el respaldo de un papa todavía más duro que los obispos españoles? Lo ignoramos. De Tulga, el hijo y sucesor de Chintila, nada sabemos en relación con los judíos. Por lo que se refiere a Chindasvinto, el monarca que le sucedió en el trono, no dictó ninguna norma contra los judíos, aunque sí contra los cristianos que incurrieran en prácticas judaizantes. Da la sensación de que el problema converso había desaparecido, porque los judíos que lo habían deseado habían regresado al judaísmo y nadie se lo había impedido; y los conversos que permanecían en el catolicismo lo hacían por convicción. Pero, como es natural, si para algunos esas circunstancias podían parecer una manera sensata de solucionar un problema creado por la falta de cordura y la creencia en la capacidad de llevar a cabo una ingeniería social propia de la iglesia católica; para otros, la percepción resultaba bien distinta. En otras palabras, les parecía que el problema persistía y que no podía tolerarse. Ése fue precisamente el caso de Recesvinto, el hijo de Chindasvinto asociado al trono por su padre, y que después ejercería la realeza en solitario.
En la recopilación conocida como Liber Iudiciorum, Recesvinto proporciona muestras de que lo que hemos indicado arriba era una realidad: los judíos convertidos a la fuerza estaban regresando al judaísmo. Lo que no era sino una reacción lógica - ¿por qué iban a permanecer en una religión en la que habían entrado a la fuerza y más si se habían relajado las medidas para obligarles a permanecer en ella? – resultaba intolerable a Recesvinto y en 653, cuando se reunió el VIII concilio de Toledo, los padres ya contaban con una recopilación a la que debían escuchar. Lo hicieron. El último canon instaba a cumplir las disposiciones del IV concilio.
Sin embargo, Recesvinto no se iba a conformar con el intento de que se cumpliera una legislación antigua y, según todos los indicios, inoperante. En primer lugar, decidió abolir los privilegios de que aún disfrutaban los judíos como era el de dirimir pleitos ante sus propios tribunales o el de no ser detenidos ni llevados a juicio durante sus festividades. La medida, sin duda, perjudicaba a los judíos, pero mucho peores fueron otras medidas legales – diez leyes nada menos - impulsadas por Recesvinto. En la primera de esas leyes, Recesvinto adoptó ya una toma clara de posición al afirmar que los judíos estaban “ensuciando el reino” [6]. La existencia de un criptojudaísmo – de los que luego serían denominados marranos – era proscrita e incluso se establecía que los judíos conversos no podrían entrar en pleito con católicos salvo a partir de la segunda generación. La desconfianza hacia los primeros conversos difícilmente podía resultar más manifiesta. Hacia esos conversos y hacia los cristianos que pudieran decidir ayudarlos y contra los que también se dictaban penas.
La obsesión por dificultar la existencia de los judíos no se vio aplacada por estas normas. De hecho, en 655, el IX concilio de Toledo dedicaba un canon a ordenar a los obispos que vigilaran las posibles prácticas judías de los conversos en los días festivos del cristianismo [7]. Al año siguiente, el X concilio toledano volvía a la manida cuestión de los esclavos cristianos en manos de judíos. Cuando Recesvinto exhaló su último aliento, la situación de los judíos era, sin duda, peor.
El reinado de Wamba vino acompañado de la expulsión de los judíos de Narbona si bien las razones para esa medida no fueron religiosas sino políticas ya que habían apoyado una sublevación en la ilusa creencia de que así mejoraría su suerte [8]. Mucho peor fue la situación bajo Ervigio que llegó al trono en 680 previa deposición de Wamba. A él se deben veintiocho leyes sobre los judíos que se insertarían en el título III del Libro XII de la renovación del Liber Iudiciorum en 681. Ese mismo año, Ervigio convocó el XII concilio de Toledo que decidió que la única solución para los judíos era obligarles a escoger entre el exilio o el bautismo. De esa manera – se pensaba – los judíos desaparecerían del reino o bien porque dejarían de serlo o bien porque lo abandonarían. Como sucedería vez tras vez a lo largo de la Historia de España, la supuesta solución creaba un terrible problema y era el de los judíos que permanecían en el seno del reino porque habían abrazado el catolicismo. Teóricamente, debían haber sido recibidos como hermanos en su nueva fe pero, en realidad, sucedía lo contrario. De ellos se sospechaba – con motivo o sin él – que sólo habían recibido el bautismo por mera conveniencia. Esa desconfianza explica lo rigurosas que fueron las normas destinadas a los conversos. Éstos pasaron a ser, una vez más dentro de una larga y trágica historia, en objetivo prioritario de la vigilancia y las sanciones regias.
Como en casos anteriores, el monarca no parecía muy convencido del entusiasmo que sus súbditos pudieran demostrar en la obediencia a estas normas. No deja de ser significativo, al respecto, que temiera, por ejemplo, que los clérigos aprovecharan la vigilancia de las conversas durante las festividades judías para mantener con ellas ayuntamiento carnal [9], que descargara sobre los obispos nada menos que la supervisión de los conversos con todos los trastornos que eso podía significar para una diócesis y, sobre todo, que se castigara severamente a los que recibieran sobornos de los judíos para poder desobedecer la ley [10]. La normativa venía a crear un caldo de cultivo ideal para los abusos y para la corrupción. Así había sido en el pasado y así seguiría siendo en el futuro. Y, lamentablemente, lo peor para los judíos estaba por llegar.
CONTINUARÁ
[1] Quizá la excepción pueda ser Witerico cuyo carácter arrianizante resulta, sin embargo, discutible.
[2] L. García Iglesias, Oc, pp. 106 ss.
[3] Gesta Dagoberti, 6, 30.
[4] Canon 3, concilio IV de Toledo.
[5] Braulio, Carta 21, 65-67.
[6] LV, 12, 2, 3.
[7] Canon 17, Concilio IX de Toledo.
[8] Julián, Historia Wambae, 28.
[9] LV, 12, 3, 21.
[10] LV, 12, 3, 10.