a notable habilidad para hurtarse a la acción de la justicia regia. Egica estaba más que dispuesto a imponerse donde había fracasado su predecesor y añadió una ley más al Liber Iudiciorum. Por añadidura, presentó la cuestión judía a la consideración de los concilios XVI y XVII de Toledo.
En el discurso de apertura del XVI concilio de Toledo, en mayo de 693, Egica presentó un programa de acción frente a los judíos que mantenía íntegra la idea de que su presencia en medio del reino visigodo era intolerable. La única salida era la conversión de los judíos, pero abogaba por abandonar la táctica de las presiones para pasar a la de las ventajas que derivarían de que abrazaran el catolicismo. Si los conversos iban a poder comerciar y acceder al mercado en pie de igualdad con los católicos; los judíos que permanecieran en su religión pagarían los impuestos propios y los de los conversos, y se les vedaría el comercio con quienes no fueran judíos. En otras palabras, a la integración de los conversos, se contrapondría el estrangulamiento mercantil y el aplastamiento fiscal de los que desearan seguir siendo judíos. O abandonaban el reino por lo insoportable de la situación o abrazaban el catolicismo.
Apenas un año y medio después del concilio XVI, se reunió el XVII. En tan escaso paréntesis de tiempo se había producido un acontecimiento fundamental. Algunos judíos – sin excluir a algunos conversos habían llegado a la conclusión de que no tendrían respiro ni sosiego mientras la monarquía visigoda siguiera gobernando en España. Así, habían iniciado una conspiración con sus correligionarios de ultramar en contra de sus perseguidores. La veracidad de la noticia ha sido negada por algunos autores [2], pero la acusación no parece que fuera falsa [3]. El resultado de aquella reacción desesperada iba a ser funesto. El rey sólo podía interpretarla como traición y el canon 8 del XVII concilio de Toledo revistió una dureza extrema. Los judíos eran condenados a la privación de sus bienes – que pasarían a sus siervos cristianos - a la desmembración de sus familias y a su dispersión por el reino sometidos a servidumbre perpetua. Los judíos reducidos ahora a esa servidumbre no podrían vivir según su religión y se verían privados de los hijos de más de siete años a los que se educaría en el catolicismo. Se les condenaba, por lo tanto, a desaparecer como religión en el océano de la asimilación forzosa.
Si a la llegada de los visigodos a España la situación de los judíos ya había dejado de manifiesto lo que podría ser el futuro, ahora, dos siglos más tarde, la cosmovisión católica respaldada por los últimos monarcas visigodos había creado un problema converso – insoluble por otro lado – y había terminado por empujar a no pocos de los judíos a dudar de la posibilidad de vivir en paz en el seno de la monarquía. Las consecuencias de esa situación serían terribles.
A finales del siglo VII, la sumisión espiritual de la monarquía visigoda a la iglesia católica se había traducido en la intolerancia hacia el disidente, el antisemitismo despiadado y la ingeniería social aplicada al reino. Se trataba de las líneas maestras de un edificio religioso-político que configuraría España. Sin embargo, en esa configuración iba a interferir la llegada a la Península de otra religión también dispuesta a valerse de la violencia para imponer sobre la sociedad su cosmovisión espiritual.
CONTINUARÁ
[1] L. García Iglesias, Oc, p. 129; Katz, The Jews, pp. 148 ss; Chalon, L´inscription juive, pp. 39 ss.
[2] Thompson, The Goths, p. 247.
[3] En ese mismo sentido, García Villada, La cuestión judía, pp. 160-161; E. N. Van Kleffens, Hispanic Law until the End of the Middle Ages, Edimburgo, 1968, pp. 82 y 89; u Orlandis, España…, p. 286. Baron, A Social, III, p. 46 se ve obligado a reconocer la veracidad del dato aunque lo presenta como manipulado.