Esta conciencia de españolidad aparece de manera absolutamente irrefutable precisamente en el representante más cualificado de la cultura hispana. Un personaje llamado Isidoro de Sevilla, autor de la gran enciclopedia de la época, las Etimologías, redactará precisamente un canto a su patria amada que, entre otras cosas, afirmaba:
“!Oh España! La más hermosa de todas las naciones que se extienden desde Occidente hasta la India. Tierra bendita y feliz, madre de muchos pueblos... de ti reciben la luz el Oriente y el Occidente. Tu, honra y prez de todo el orbe; tu, el país más ilustre del globo... No hay en el mundo región mejor situada. Ni te abrasa el estío ni te hiela el rigor del invierno sino que, circundada por un clima templado, te nutren céfiros blandos. Cuánto hay de fecundo en los ejidos, de precioso en las minas y de provechoso en los animales, tú lo produces... Rica, por lo tanto, en hijos, joyas y púrpuras, fecunda también en gobernantes y en hombres que poseen el don de mandar, te muestras tan fecunda en adornar príncipes como feliz en producirlos. Con razón, ya hace mucho tiempo, te deseó la dorada Roma, cabeza de gentes, y, aunque vencedor, aquel empuje romano te desposara primero, luego, el muy floreciente pueblo de los godos, tras haber conseguido numerosas victorias, a su vez te tomó y te amó...”
Difícilmente, hubiera podido expresar nadie mejor el sentimiento de orgullo nacional que imbuía a los hispanos. Mezcla de la herencia romana, la cristiana y la germánica, consideraban ahora a España una nación especialmente dichosa.
Sin embargo, la identificación de esa nación con una religión oficial iba a tener consecuencias trágicas e indeseables. No era la menor la de que los judíos se hubieran visto arrojados con violencia a la periferia. Con todo, esa situación, ciertamente desdichada, iba a experimentar un cambio fundamental en los momentos finales de la crisis de la monarquía visigoda.
A la muerte de Egica, de tan infausta memoria para los judíos, accedió al trono Witiza. Lo consiguió de forma ilegal y, para colmo de males y como ha sucedido en otros períodos de la Historia, Witiza intentó modelar su gobierno sobre la base de hacer exactamente todo lo contrario que su antecesor. Semejante circunstancia – que posiblemente intentaba afianzar una personalidad psicológicamente débil – tuvo consecuencias terribles para España. Witiza optó por una política que tuvo entre otras manifestaciones las de echar por tierra todas las fortalezas del reino, salvo tres, y desprenderse de los medios de defensa. Es posible que a ello le motivara el deseo de debilitar cualquier oportunidad de golpe de estado. No obstante, lo que consiguió fue debilitar peligrosamente la defensa nacional y todo ello en unos momentos especialmente peligrosos porque los musulmanes ya se habían asentado en el norte de África y desencadenaban sus ataques contra Ceuta.
También reformó Witiza la legislación antijudía, en parte, por contradecir a su antecesor y, en parte, quizá, porque esperaba contar con un aliado. Los hechos, desde luego, son elocuentes. Witiza permitió el regreso de los exiliados, eliminó prácticamente la vigilancia sobre los conversos e incluso otorgó puestos de relevancia a judíos. Si las dos primeras circunstancias debieron causar resistencia, podemos imaginarnos el efecto de la tercera. Para no pocos católicos resultaba intolerable que los otrora proscritos ahora se vieran aliviados de su postergada situación [1].
El final del reinado de Witiza en 710 dejó a España desgarrada. Los hijos de Witiza estaban dispuestos a mantenerse en el poder – un poder al que su padre había accedido de manera ilegítima – a cualquier precio y para lograrlo no sólo pactaron dividirse España entre ellos sino que además solicitaron la ayuda de los musulmanes ya afincados al otro lado del Estrecho. Se trató de una de las decisiones más estúpidas y trágicas no sólo de la historia de España sino de la mundial.
CONTINUARÁ
[1] En el mismo sentido, J. Amador de los Ríos, Historia..., T. I, p. 103.