Envió Musa, pues, un contingente de fuerzas a las órdenes de Tariq que no sólo pasó a la Península ayudado por godos tránsfugas como el gobernador de Ceuta sino que además derrotó a los hispanos en Guadalete[1]. En la derrota hispana tuvo un papel extraordinario un obispo, Don Opas, que, vinculado a los partidarios de los hijos de Witiza, traicionó al ejército de don Rodrigo. Abruma pensar lo que hubiera podido ser de la Historia de España si el obispo Don Opas no hubiera pasado sus tropas al lado musulmán y se hubiera mantenido fiel a España. Sin embargo, tamaña felonía no debería sorprendernos. Don Opas jugaba una carta que repetiría una y otra vez la iglesia católica a lo largo de su Historia en España, la de separarse del poder que consideraba a punto de caer para pasarse al que veía emergente. Al actuar así, los intereses nacionales no eran considerados sino los del poder religioso. Como sucedería posteriormente con los Austrias, los Borbones y con el sistema parlamentario de 1978, la iglesia católica no tendría la menor duda a la hora de clavar una puñalada por la espalda a España si con ello podía obtener algún beneficio. Estas traiciones reiteradas históricamente no siempre se vieron coronadas por el éxito. Así, los musulmanes, una vez al otro lado del Estrecho, no estaban dispuestos a retirarse. Los hijos de Witiza y sus aliados prefirieron entonces aceptar a los nuevos amos y conservar siquiera una parte de su poder. En virtud de un convenio, ratificado por Musa en África y por el califa Walid en Damasco, los parientes de Witiza renunciaron a reinar en España y conservaron el patrimonio regio godo.
Entre las poblaciones locales, los invasores contaban con el concurso de dos sectores a los que, ciertamente, beneficiaron. El primero fueron los judíos que no sólo mejoraron de situación social sino que además se convirtieron en hombres de confianza de los musulmanes en la administración. El segundo fueron los witizianos. Como ya indicamos, su posibilidad de reinar se esfumó con Tariq pero, al mismo tiempo, los invasores fueron generosos en el reconocimiento de sus patrimonios. Así, personajes políticos claves como Ardabasto, Olmundo o Agila se retiraron a sus posesiones aumentadas no pocas veces con las arrebatadas a sus rivales políticos. Al fin y a la postre, había sido precisamente esa rivalidad intestina la que había permitido que se produjera lo que los cronistas posteriores denominarían la “pérdida de España”.
La posteridad juzgaría de manera muy diferente a unos y a otros. Los godos – incapaces de crear un sistema político sólido y justo, irresponsables, quizá incluso traidores que habían llamado a los musulmanes - no perdurarían como un referente negativo en la mente de los españoles. A lo sumo, el derrotado don Rodrigo sería presentado como objeto de un juicio de Dios por un pecado de carácter sexual. No sucedería lo mismo con los judíos. Para generaciones venideras de españoles, los judíos serían aquellos que habían ayudado a los despiadados invasores musulmanes. En esa imagen más que la realidad histórica pesó la cosmovisión religiosa. De hecho, nadie contempló con aversión a la iglesia católica por más que Don Opas se hubiera pasado al invasor movido por intereses nada elevados y provocando la derrota de Guadalete. Por el contrario, los judíos – gente de otra religión – se convirtieron en paradigma de la perfidia y de la traición. Semejante apreciación se vería agudizada por el desplome de la iglesia como poder político.
CONTINUARÁ
[1] Sobre la ubicación de la batalla, véase: C. Sánchez Albornoz, “Dónde y cuándo murió don Rodrigo, último rey de los godos” en Cuadernos de Historia de España, 3, 1945, pp. 5-105 e Idem, “Otra vez Guadalete y Covadonga” en Ibidem, 1 y 2, 1944.