Aunque el islam insiste en su carácter fraterno y suprarracial, la realidad es que, históricamente, los árabes han gozado en su seno de una situación de preferencia sobre los conversos de otras razas y que incluso entre los primeros las diferencias no han sido escasas. Siguiendo este principio, lo que podemos apreciar en las fuentes árabes es que en la cima de la sociedad musulmana constituida en suelo español estaban los árabes. Orgullosos de que Mahoma hubiera sido paisano suyo, los musulmanes árabes no abandonaron sus enfrentamientos intestinos en la Península Ibérica sino que los mantuvieron de la misma manera encarnizada que los habían vivido hasta entonces. Los dos grandes grupos rivales eran los yemeníes o kalbíes, originarios del sur de Arabia, y los qaysíes, procedentes del centro y del norte. De ambos grupos, inficcionados de una profunda rivalidad, iban a salir los principales gobernantes y funcionarios no sin subdividirse en nuevos grupos como el de los baladíes (los del país, es decir, los primeros en llegar) y los procedentes de inmigraciones sucesivas.
A considerable distancia de los árabes pese a ser musulmanes como ellos estaban los bereberes. Procedentes de Mauritania (de ahí el apelativo de “mauri” del que deriva nuestro “moros”), fueron, sin duda, la fuerza de choque de Tariq y Musa y precisamente no debe sorprender por ello que para los cristianos del norte pronto quedaran identificados con una dominación de la que eran instrumentos con seguridad terribles pero sólo instrumentos. Tratados despectivamente por los árabes, se vieron incluso obligados a pagar el tributo personal de los no-musulmanes.
Por debajo de ellos se encontraban los musulmanes españoles o muladíes – del árabe muwalladum, utilizado para referirse a los hijos de los conversos – que no podían aspirar a un trato de igualdad con sus correligionarios invasores pero que durante los primeros tiempos de la conquista constituyeron el único, y por ello esencial, sustrato culto de Al-Andalus. El hecho de que además no estuvieran, siquiera inicialmente, enfrentados como los árabes y bereberes proporcionó al poder invasor una estabilidad indispensable.
Por debajo de los musulmanes, se encontraban los invadidos cristianos y judíos, pero, a su vez, cada uno de esos sectores sociales se dividía en grupos de suerte muy distinta. Aquellos vencidos que habían osado resistir a los invasores – por lo que sabemos exclusivamente cristianos - se vieron sometidos al denominado régimen de suhl que en el peor de los casos se traducía en la ejecución de los varones y la esclavitud de mujeres y niños y, en el más benévolo, en la sumisión seguida de la entrega de bienes. Por el contrario, los españoles que se rindieron sin ofrecer resistencia entraban en el régimen de ahd lo que les permitía una cierta autonomía administrativa, la conservación de algunos bienes y la práctica de la religión propia. Como era obligado en una sociedad islámica, no podían aspirar a recibir el mismo trato que los musulmanes ni tampoco permitirse la predicación de su fe so pena de muerte. A todo ello además se añadía la carga de una serie de impuestos que no pesaban sobre los musulmanes como el personal (shizya).
La población sometida no musulmana – que recibió el nombre de mozárabe, de musta´rib, el que se arabiza - fue durante bastante tiempo mayoritaria y durante un cierto tiempo significaron, junto a los hispanos convertidos al islam, el compendio de la cultura en Al-Andalus, cosa nada extraña si se tiene en cuenta su origen romanizado.
Si la invasión islámica significó para la aplastante mayoría de los hispanos un descenso en la escala social, lo mismo puede decirse de su situación económica. El botín obtenido por los musulmanes en el asalto a las ciudades fue, desde luego, considerable. Por lo que se refiere a los bienes raíces, pasaron a manos de los invasores los esquilmados en virtud del suhl al que ya nos hemos referido. De éstos hubo que restar un quinto (jums) y las tierras yermas que pertenecían por definición al califa de Damasco. El resultado fue que los aproximadamente treinta y cinco mil soldados berberiscos llevados por Tariq y Musa apenas se consideraron pagados en el reparto. Cuando en 716 y 719 tuvieron lugar dos nuevas inmigraciones procedentes del norte de África se produjo tal tensión entre los invasores que el califa Umar II llegó a plantearse la posibilidad de retirarse de Al-Andalus. Si no sucedió así fue porque Umar II acabó optando por entregar en usufructo los jums a algunos de los guerreros en virtud de un pacto feudal. Así, los primeros bereberes se instalaron momentáneamente en las laderas de los sistemas Cantábrico y Central y en las montañas andaluzas, mientras que contingentes procedentes de Siria y Egipto fueron ubicados en el sur de España.
La situación de los cristianos – denominados mozárabes - fue, con escasas excepciones, punto menos que desesperada. Prohibida la construcción de nuevas iglesias, la utilización de campanas y el regreso a su religión, so pena de muerte, en caso de que en un momento de debilidad hubieran abrazado el islam, se vieron además sometidos a un proceso de aculturación. Durante la primera mitad del s. IX, no fueron pocos los mozárabes que capitularon pasándose a las filas de los vencedores – aunque no escasearon después los arrepentidos de haber dado ese paso - o que incluso articularon algunas herejías antitrinitarias para defenderse de la acusación de politeístas con que los motejaban los musulmanes. Puede comprenderse que arrastrando semejante vida de parias sometidos a todo tipo de presiones – “los acosaban como a perros rabiosos” ha llegado a decir un historiador [2]- acabará produciéndose una crisis nacida en una minoría desesperada que solamente aspiraba a seguir sobreviviendo y a la que el islam declaradamente estaba privando de su derecho a existir incluso sometida [3]. En otras palabras, la que hasta ayer había sido la religión oficial y había podido amargar impunemente la existencia de la otra religión existente en España - la judía – se veía ahora desplazada por la fuerza hasta la base de la pirámide social. Sobre ella quedaba situada no sólo una tercera religión, impuesta por la espada y procedente de allende el mar, sino también, en la práctica, la de los judíos, mejor preparados para servir al invasor.
Puede pensarse lo que se quiera en el sentido de si la situación a que se vio sometida la iglesia era un castigo del Altísimo por sus pecados, pero de lo que no cabe la menor duda es de que la vida de sus fieles entró una y otra vez en lo escalofriante. A las ejecuciones de cristianos – que tenían ya precedentes en Al -Andalus – se sumaron intolerables humillaciones. Todos los cristianos fueron expulsados de la corte, se procedió a gravarlos con nuevos impuestos y además se destruyeron sus iglesias. Se produjeron además episodios que sólo podían contribuir a agriar las relaciones entre judíos y cristianos. En el año 861, fue martirizado por orden del emir un cristiano llamado Paulo Álvaro Cordobés. Las ejecuciones de cristianos eran numerosas, pero ésta tenía una peculiaridad. La víctima de la ejecución era un judío que se había convertido al cristianismo y que había protagonizado la primera controversia pública sostenida entre judíos y cristianos. Para las fuentes cristianas, Paulo Álvaro Cordobés habría demostrado de manera más que convincente que las profecías del Antiguo Testamento referidas al mesías se habían cumplido en Jesús de Nazaret. En otras palabras que mientras que la fe cristiana era el cumplimiento esperado de las promesas de Dios, el judaísmo no pasaba de ser un intento humano de rechazar esa verdad consumada.
Por si fuera poco, durante los años 862 y 863 tuvieron lugar episodios de trágico perfil. En las fechas citadas, el emir Mohammed I convocó sendos concilios eclesiásticos en los que pretendió controlar a los oprimidos mozárabes e imponer sobre ellos un claro dominio religioso. Contaba el emir con que la jerarquía mozárabe se doblegaría. Se equivocó. Decidió entonces convertir en padres conciliares a algunos cristianos dispuestos a someterse, y lo que constituía una clara humillación, a musulmanes y a judíos. La intromisión islámica, con apoyo de judíos y de cristianos débiles, concluyó con el derrocamiento del obispo de Córdoba y una multa de cien mil sueldos impuesta sobre los cristianos con la finalidad de provocar su quiebra económica y su sumisión absoluta. Es posible que los judíos que participaron en la sacrílega ceremonia no tuvieran otra alternativa. El peligro que hubiera implicado la desobediencia a las órdenes del emir era innegable y, por otro lado, tampoco se puede decir que sintieran simpatía alguna por los oprimidos cristianos. Sin embargo, no cuesta comprender – especialmente tras la ejecución de Paulo Álvaro Cordobés - que los cristianos vivieran aquellos episodios como una muestra vergonzosa y terrible de una alianza entre judíos y musulmanes. Frente a ella, los cristianos representaban el papel de las víctimas porque sus compañeros de infortunio – los judíos – eran aliados de los opresores. La situación no mejoraría – más bien todo lo contrario – bajo los califas de Córdoba.
CONTINUARÁ
[1] Las interpretaciones son diversas y van desde un préstamo de los vándalos que conocerían España como Vandalicia, a una transformación de la palabra Hispania llevada a cabo por los judíos o incluso a un origen árabe ya presente en su lengua al llegar a la Península Ibérica.
[2] VVAA, España musulmana. El emirato, Madrid, 1980, p. 98.
[3] Sobre el tema de los mártires mozárabes, véase: J. A. Coope, The Martyrs of Cordoba. Community and Family Conflict in an Age of Mass Conversion, Lincoln y Londres, 1995; F. R. Franke, Die Freiwilligen Märtyrer von Cordova und das Verhältnis der Mozaraber zum Islam (nach den Schriften des Speraindeo, Eulogius und Alvar” en Spanisches Forschungen der Görresgesellschaft, 1, Reihe, 1958, pp. 1-170 y J. Pérez de Urbel, San Eulogio de Córdoba o la vida andaluza en el siglo IX, Madrid, 1942.