Al cabo de casi tres siglos, los seguidores de la antaño religión oficial conocían sobradamente lo que significaba la invasión y permanencia del islam en la Península Ibérica. Si para aquellos que habían abrazado la religión predicada por Mahoma se había traducido en desprecios, relegación en la escala social y una cruenta mezcla de sublevación casi continua y represión despiadada; para los que habían permanecido fieles a la antes confesión estatal había implicado humillaciones todavía mayores, intervención en asuntos eclesiales, extirpación de la lengua, exilios forzosos, deportaciones, reducción a la esclavitud, ruina y muerte. Poco puede extrañar que en medio de semejante encadenamiento de desgracias vinculadas inexorablemente al islam, buscaran el consuelo en una fe que consideraban verdadera y, muy especialmente, en su libro sagrado: la Biblia. En aquellas páginas intentaron, como generaciones de cristianos anteriores y posteriores, hallar la guía para la existencia cotidiana y también una explicación para una realidad que resultaba posiblemente demasiado dura como para que nosotros podamos captarla actualmente de una manera cabal. Los resultados de ese escudriñamiento del Libro sagrado condujeron así, por ejemplo, a una lectura del profeta Ezequiel que identificaba a Gog y Magog con la invasión islámica y confiaba en que sus iniquidades encontrarían final gracias a la acción de un monarca como Alfonso III, o, a partir de finales del siglo X, a un desplazamiento del énfasis hacia el último libro de las Sagradas Escrituras, el Apocalipsis de san Juan, que no sólo anunciaba una catástrofe sin precedentes tras un milenio de reinado de Cristo sobre la tierra sino también las tribulaciones que debería padecer el Reino de Dios antes del final de los tiempos. El porqué de ese desplazamiento será fácil de comprender si se tiene en cuenta que, a la muerte de Al-Hakam, fue proclamado califa su hijo Hisham II (976-1013?). Niño de pocos años, iba a dejar de manifiesto a lo largo de su reinado una notable incapacidad para gobernar. Sin embargo, esa circunstancia no se traduciría, al menos durante años, en un debilitamiento del poder del califato. La razón para ello no sería otra que un personaje llamado Abu Amir Muhammad ben Amir al-Maafií al que sus éxitos militares le valieron el sobrenombre de el Victorioso (al-Mansur) y que pasaría a la historia como Almanzor.
CONTINUARÁ