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Lunes, 18 de Noviembre de 2024

(LIV): La España de la contrarreforma (XI): Felipe II. La espada de la contrarreforma (VI): De la alianza contrarreformista al exterminio de los protestantes españoles (VI)

Jueves, 12 de Noviembre de 2020

Juan de Valdés – a pesar de su influjo en expandir la llama de la Reforma en otras naciones como Italia – no fue una excepción. En 1546, otro conquense, Juan Díaz, publicó su Suma de la religión cristiana en la que se identificaba claramente como partidario de la Reforma. Fue asesinado por su hermano Alfonso, un católico fanático que pensó lavar con sangre la deshonra de tener a un protestante en la familia.

Ese mismo año de 1546, otro español, Jaime de Enzinas fue quemado en Roma. Su delito había sido sostener los mismos puntos de vista que los reformadores. El hermano de Jaime, Francisco Enzinas, sería más afortunado y lograría escapar de la Inquisición en los Países Bajos españoles. No sólo eso. Amigo de Felipe Melanchthon, llevó a cabo una magnífica traducción del Nuevo Testamento del griego al español.  Era uno de los grandes helenistas de su época, pero eso no lo salvó de ser detenido por las autoridades en Flandes.  Logró escapar y llegar a Inglaterra donde fue catedrático de griego en Cambridge.  Murió – como tantos españoles valiosos víctimas de la intolerancia – en el exilio.

A esas alturas, los agentes de Carlos V – la leyenda sobre la tolerancia religiosa del emperador, como ya señalamos, no es más que eso, leyenda - perseguían con verdadera saña a los reformados españoles en cualquiera de los territorios pertenecientes a la Corona. Sin embargo, no lograron exterminar la Reforma.   De hecho, fue Felipe II, ya convertido en sucesor de la corona española, el monarca que presidió el primer auto de fe contra protestantes españoles. Tuvo lugar en Valladolid, el domingo 29 de mayo de 1559.  Como antaño Fernando III cuando se jactó de prender las hogueras a las que fueron arrojados vivos los herejes, Felipe II señalaría que, de haber sido uno de ellos su propio hijo, el mismo habría acercado la leña para que ardiera.  Con seguridad, no exageraba.  Simplemente, era un exponente más de una mentalidad fanática modelada por la iglesia católica de acuerdo con la cual el derramamiento de sangre, como en el caso de Juan Díaz, era la única manera de responder a la disidencia religiosa.  El 24 de septiembre del mismo año, un nuevo auto de fe tendría como escenario la ciudad de Sevilla.  La hoguera acabó con la vida de varias docenas de protestantes, pero aún así no logró todavía acabar con los protestantes.   De hecho, la represión se recrudeció con extraordinaria virulencia.  Apenas pasado un año, cerca de cuarenta protestantes eran arrojados a las llamas en Sevilla.   El 22 de diciembre de 1560, otros catorce protestantes fueron quemados vivos.  Ninguno quiso retractarse y, por el contrario, dieron muestra de una notable entereza incluidas las ocho mujeres, algunas de ellas niñas.

A pesar de la fiereza de la persecución desencadenada contra los protestantes, los grupos que se reunían en las casas para estudiar la Biblia y orar siguieron existiendo. Prueba de ello es que en 1562, otros ochenta y ocho protestantes fueron quemados.   Durante las décadas siguientes, los protestantes arrojados a la hoguera seguirían sumándose a lo largo y a lo ancho de España. En Calahorra, por ejemplo, hubo sesenta y ocho casos de luteranismo antes de concluir el s. XVI además de trescientos diez sospechosos. Por añadidura, las hogueras para reformados se encendieron en Valencia, Zaragoza, Córdoba, Cuenca, Granada, Murcia, Llerena o Toledo donde hubo cuarenta y cinco casos de protestantes españoles y ciento diez extranjeros.

Felipe II había decidido convertir a España en espada de la Contrarreforma y se emplearía de manera especial en la persecución de los considerados herejes. La respuesta de no pocos de ellos fue optar por el exilio para poder salvar su vida y su libertad.  Ése fue el caso, por ejemplo, de algunos de los protestantes afincados en Sevilla.  De hecho, en el monasterio de san Isidro de esta ciudad española se había producido un fenómeno con paralelos en toda Europa. Un grupo de monjes había comenzado a estudiar la Biblia de manera regular y diligente y el resultado había sido su abandono de los dogmas católicos y su orientación hacia doctrinas bíblicas defendidas por los reformados como la de la justificación por la fe o la única mediación de Cristo.  El resultado fue que la congregación abrazó la causa de la Reforma y hacia 1557 emprendió la huida de una España entregada a la represión de la Inquisición. Entre los exiliados más ilustres se hallaban Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. El primero encontró – como muchos protestantes españoles refugio en Ginebra – y llevó a cabo la traducción de la Biblia al castellano más editada de la Historia (1569), una versión que, precisamente, revisaría el segundo de los citados (1602).

Todos estos botones de muestra dejan de manifiesto que en España había existido una Reforma y que había sido vigorosa, pero, en paralelo con otros episodios anteriores, había visto su final gracias a la acción resuelta de la Inquisición y de la monarquía de los Austrias.  Semejante éxito represivo fue considerado positivamente durante siglos por los historiadores españoles convencidos de que España equivalía a catolicismo y que el monolitismo religioso constituía un supremo valor.  Tal punto de vista se ha prolongado hasta el día de hoy negando o velando la existencia de la Reforma española o subrayando su inexistencia, una inexistencia desmentida, por ejemplo, por la mejor novela de Miguel Delibes, El hereje.  La realidad es que la supresión de la Reforma, como tendremos ocasión de ver, desenganchó a España de los grandes aportes derivados de ella.  Por añadidura, las hogueras inquisitoriales implantaron en España la unidad religiosa, pero crearon a la vez problemas insolubles allende los Pirineos. 

CONTINUARÁ

 

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