El desastre de la aventura contra-reformista de Felipe II había sido extraordinario. El monarca, para desgracia de España, no escarmentó. Todavía en 1596, una nueva flota española partió hacia Irlanda con la intención de sublevar a los católicos contra Inglaterra. Fue deshecha por la tempestad antes de salir de aguas españolas. Al año siguiente, otra escuadra más que debía apoderarse de Falmouth y establecerse en Cornualles fue destrozada por el mal tiempo. En estos casos, como en la empresa de Inglaterra, las responsabilidades del desastre no pueden atribuirse ni a los soldados ni a los mandos – Medina Sidonia, en contra de lo que suele decirse, estuvo a la altura de las circunstancias, y el duque de Parma advirtió con realismo de la imposibilidad del empeño – sino al empeño de Felipe II de que España fuera la espada de los intereses de la iglesia católica. En 1588, Isabel I estaba bien desengañada de su intervención en los Países Bajos y más que bien dispuesta a llegar a la paz con España. Semejante solución hubiera convenido a los intereses españoles e incluso hubiera liberado recursos para acabar con el foco rebelde en Flandes. Sin embargo, Felipe II consideraba que era más importante derrocar a Isabel I y así colocar a Inglaterra bajo la obediencia al papa. Con una Escocia gobernada por el católico Jacobo y una Inglaterra sometida de nuevo a Roma, sería cuestión de tiempo que el catolicismo volviera a imperar en Irlanda. Posiblemente, creyó Felipe II que el papa Sixto V proporcionaría ayuda para semejante empresa. Aquí Felipe II, empeñado en no reflexionar sobre la experiencia histórica, cometió un nuevo y craso error. El denominado “pontífice de hierro” era considerablemente corrupto y avaricioso hasta el punto de no dudar en vender oficios eclesiásticos para conseguir fondos y, de hecho, su comportamiento era tan aborrecido que, años después, nada más conocerse la noticia de su muerte, el pueblo de Roma destrozó su estatua. Aunque prometió un millón de ducados de oro a Felipe II si emprendía la campaña contra Inglaterra, lo cierto es que no llegó a desembolsar una blanca. Una vez más, para desgracia suya, España había puesto a disposición de la iglesia católica los hombres, el dinero y los recursos. El coste no fue escaso. El desastre de 1588 costó a España sesenta navíos, veinte mil hombres – incluyendo cinco de sus doce comandantes más veteranos – y junto con enormes gastos materiales, un notable daño en su prestigio en una época especialmente difícil.
En 1591, Antonio Pérez logró escaparse y llegó a Zaragoza donde apeló a los fueros para no ser entregado al monarca. Sin embargo, cuestiones de seguridad nacional – y de secretos regios – obligaban a detenerlo y antes la resistencia del justicia Juan de Lanuza a entregarlo, las tropas del rey al mando de Alonso de Vargas entraron en Aragón. No lograron capturar a Antonio Pérez, pero sí ejecutaron a Juan de Lanuza y en 1592, las cortes de Tarazona recortaron los fueros.
A decir verdad, la gente del pueblo recibió bien a las tropas de Felipe II en la esperanza de que el rey los liberaría de la opresión nobiliaria que padecían en Aragón, pero Felipe II se quedó a mitad de camino y no se atrevió a eliminar unos poderes locales que, lejos de defender las libertades populares, tan sólo servían a las oligarquías. Era el último éxito de un reinado marcado por la ceguera religiosa en el que los intereses nacionales, la sangre y el oro españoles se habían puesto al servicio de los intereses de la iglesia católica. No puede, pues, sorprender que el reinado de Felipe II concluyera con pésimos augurios. A fin de cuentas, como señaló con frase acertada un lector hace unas semanas, España era la pagafantas de la iglesia católica y el tributo de esa conducta fue tan espantoso que la nación nunca se recuperaría.
CONTINUARÁ