La cultura eclesiástica medieval vio siempre mal el préstamo a interés. La razón no era que la Biblia dijera nada en su contra –no hay un solo párrafo en el Nuevo Testamento donde se arremeta contra prestamistas o banqueros–, sino porque Aristóteles (un genio si se quiere, aunque no en el terreno de la economía) escribió páginas contra el dinero y los préstamos que santo Tomás de Aquino y otros autores eclesiásticos repitieron con más fruición que reflexión. No sorprende que con ese punto de vista –de origen helénico-pagano y no cristiano– se multiplicaran las condenas del préstamo con interés. El Segundo concilio de Letrán (1139) prohibió su ejercicio a laicos y clérigos; el Tercero (1179) impuso a los prestamistas la pena de excomunión y les negó cristiana sepultura; el Cuarto (1215) ordenó el destierro incluso de los judíos que lo practicaran. El II Concilio de Lyon (1274) ordenó la expulsión de los prestamistas disponiéndose que los obispos que no los excomulgaran fueran suspendidos. El concilio de Vienne (1311) ordenó que se procediera a investigar a los gobernantes que toleraran el préstamo a interés y el de 1317 incluso calificó como herejía el negar que el préstamo a interés fuera pecado. Se trata sólo botones de algunos ejemplos de una corriente continua que no veía la diferencia entre el préstamo con interés y la usura y que además aumentaba las penas –llegó a equiparar el préstamo con el adulterio o la homosexualidad– visto que no terminaban de extirpar el pecado de necesitar el crédito de en medio de la grey. Algún economista ha afirmado recientemente que incluso la imposición de la confesión auricular a inicios del siglo XIII estuvo directamente relacionada con el deseo de acabar con el préstamo a interés, pero no voy a entrar en ese tema. Entrar en esa cuestión desviaría mucho el objeto del presente estudio. La realidad es que negar que los préstamos a interés –un instrumento esencial para el tráfico comercial y la vida económica – pudieran ser lícitos tuvo consecuencias extraordinariamente perversas. Por un lado, se acabó permitiendo la práctica del préstamo a interés, pero a los judíos, lo que los convirtió en chivos expiatorios de los odios que acaban sufriendo los que desean cobrar los créditos. Como hemos tenido ocasión de ver, a pesar del antisemitismo enseñado y atizado por el clero y de que periódicamente los judíos de corte recibían la muerte por los servicios prestados, los reyes hispanos siempre acababan por volverlos a llamar siquiera porque eran más eficaces y honrados que los clérigos y nobles que los sustituían ocasionalmente. Sin embargo, ésa no era solución. Por un lado, se fue formando una imagen satanizada –e injusta– de los judíos que se empleó para legitimar, por ejemplo, la cadena de progromos de 1392 que acabó con la mayor parte de las juderías de la Península Ibérica un siglo antes de la Expulsión; por otro, obligó a pensar en maneras para financiarse que acabaron bordeando si es que no entrando claramente en la simonía. Por último, los problemas económicos siguieron sin solventarse. A inicios del siglo XVI, el préstamo a interés había sido sustituido por un contrato trino –buen nombre para una institución derivada del deseo de desbordar disposiciones canónicas– que combinaba el mutuo, el comodato y el seguro. Se trataba de un reconocimiento hipócrita de la necesidad de instrumentos que se condenaban y contra los que se clamaba desde los púlpitos. Algo era, pero resultaba abiertamente insuficiente y, desde luego, discutible en términos morales y económicos.
Esa condena de la actividad bancaria tuvo funestas consecuencias para las naciones católicas que, como era de esperar, obedecieron los criterios de la Santa Sede al respecto o si los violaron lo hicieron de manera clandestina y con mala conciencia. Semejante conducta tuvo, entre otras consecuencias, que buena parte de sus poblaciones relacionara –sigue haciéndolo– la simple actividad bancaria con algo sucio, pecaminoso o indigno. El Flandes católico, Lieja o Colonia sufrieron no poco con esa situación, pero, con todo, la peor parte le tocó a España convertida en la espada de la Contrarreforma. De manera espectacular e innegable, en unas décadas, los reformados desarrollaron la banca moderna y, lógicamente, se hicieron con su control. Incluso naciones especialmente atrasadas en esa cuestión a finales del siglo XVI habían avanzado mucho más que sus rivales católicas.
Los efectos políticos y militares de esa circunstancia fueron fulminantes además de muy negativos para España. Durante los inicios de la guerra de los Treinta años, Cristian IV de Dinamarca y Gustavo Adolfo de Suecia fueron los campeones de la defensa de la libertad religiosa protestante frente a los intentos católicos de acabar con ella violando pactos como la paz de Augsburgo. Es sabido que, como supo ver Fernando el Católico, el nervio de la guerra es el dinero y Cristian IV basó financieramente su esfuerzo bélico en los hermanos Willem, una firma banquera con sede en Ámsterdam, y después en los Marcelis. Ambas bancas pertenecían a familias calvinistas. En el caso de Gustavo Adolfo –un genio militar que ha sido comparado con Federico de Prusia y Napoleón– su base financiera estuvo en Geer y Trip. Sabidos son los golpes extraordinarios que el ejército sueco ocasionó a las armas imperiales y a sus aliados hispanos. La firma bancaria, a decir verdad, hubiera podido servir a España, pero la intolerancia religiosa la expulsó del Flandes español obligándola a establecerse en Ámsterdam. Se convirtieron así en lo que algún historiador ha denominado los "Krupp del siglo XVII". Por desgracia, esos “Krupp” estaban en contra de la España de la Contrarreforma.
Se podría objetar que como protestantes los banqueros protestantes servían a potencias protestantes. La realidad es que no fue así. Los protestantes –como los judíos antes que ellos– aplicaban una regla contenida en la Biblia, la de mantener la lealtad al gobierno que fuera siempre que garantizara su libertad religiosa. Puestos a ser santos no iban a serlo más que José que fue ministro de finanzas del faraón o que Daniel que aconsejó al impío Nabucodonosor. Trabajaban, por lo tanto, para los clientes que los requerían. Los católicos que conservaron en aquella época un poco de sensatez supieron ver esta circunstancia y la aprovecharon. No fue el caso de España, pero sí el de algunos de sus enemigos. Por ejemplo, el cardenal Richelieu, príncipe de la iglesia católica, pero no hasta el punto de perjudicar los intereses de Francia, supo que la banca segura era la protestante y a ella recurrió. Al igual que Enrique IV, el cardenal sabía que el talento financiero se hallaba en los hugonotes, los calvinistas franceses, y no tuvo problemas de conciencia en utilizarlo. De manera bien reveladora, su gran banquero fue el hugonote Barthélemy d´Herwarth. Gracias a él, Francia pudo, entre otras victorias, hacerse con el control de Alsacia. Persona de tanto talento y hereje por añadidura no tardó en despertar las envidias de los católicos franceses. Sin embargo, Richelieu, mucho más inteligente que los Reyes Católicos y mucho más preocupado por los intereses nacionales que los Austrias españoles, lo defendió ante el niño Luis XIV con palabras tajantes: "Monsieur d´Herwarth ha salvado a Francia y preservado la corona para el rey. Sus servicios nunca deberían ser olvidados. El rey los hará inmortales mediante las marcas de honor y reconocimiento que le concederá a él y a su familia". Luis XIV siguió el consejo del cardenal y lo nombró Intendant des Finances. Mazarino, otro cardenal, mantuvo en el puesto a d´Herwarth que colocó en los puestos de finanzas a gente competente, es decir, calvinistas que creían que el dinero y su gestión no eran algo malo. El resultado fue óptimo para Francia y pésimo para España donde el conde-duque de Olivares ni siquiera consiguió anular el Edicto de expulsión que pesaba sobre los judíos desde 1492 y, por supuesto, jamás hubiera podido emplear a protestantes.
CONTINUARÁ