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Viernes, 15 de Noviembre de 2024

(XCIII): De la supresión de la ilustración a la oposición al estado liberal (XVII). La oposición a los patriotas (VI): El retorno del absolutismo (I)

Viernes, 4 de Febrero de 2022

Durante la guerra de la independencia, las Cortes, no sin cierta ingenuidad, reconocieron como rey legítimo a Fernando VII y excluyeron de la línea sucesoria a los infantes no – como se ha dicho más de una vez – porque se dudara de su legitimidad sino porque temían que Napoleón pudiera convertir a alguno de ellos en nueva marioneta de sus planes.  Un decreto de las cortes españolas derogaría la exclusión de los infantes señalando que ya no existían las razones – la invasión francesa y el cautiverio en manos de Napoleón – que la habían motivado.  Por supuesto, Fernando VII, que nunca abrigó dudas ni de la legitimidad de sus hermanos ni de la inexistencia de relaciones entre su madre y Godoy, no se opuso al decreto.

Al finalizar la guerra de la independencia, Carlos IV y su esposa María Luisa habrían deseado regresar a España y concluir sus días en el muy recordado palacio de Aranjuez.  Sin embargo, su hijo, Fernando VII, no estaba dispuesto a permitírselo.  No tuvieron otra salida los reyes que dirigirse a Italia, instalándose en el palacio Barberini de Roma.  De la antigua corte, sólo permanecía a su lado Manuel Godoy y su esposa doña María Teresa de Borbón, condesa de Chinchón, y su hija Carlota que, a la sazón, contaba dieciocho años. 

El 24 de marzo de 1814, vencidos los invasores franceses, Fernando VII regresó a España.  Nada más pisar territorio español, un grupo de absolutistas le presentó el denominado Manifiesto de los persas en el que le rogaban que aboliera el régimen constitucional y regresara al absolutismo del Antiguo Régimen.  Fernando VII no contempló la posibilidad con desagrado ciertamente.  Por añadidura, no tardó en comprobar que su llegada era acogida con un entusiasmo delirante.  Para la aplastante mayoría de la población, Fernando VII era el monarca deseado por el que habían derramado su sangre los españoles y en proporción no mucho menor esperaban que alejara de la nación las ideas que, apoyadas por las bayonetas gabachas, tanto daño le habían causado.  En otras palabras – y por difícil de aceptar que sea para nuestra mentalidad contemporánea – deseaban que reinara como monarca absoluto y así se lo hicieron saber lanzando el grito de “!Vivan las caenas!”.  Difícilmente, hubieran podido coincidir más aquellos gritos con la visión de Fernando VII.  El monarca - que tan vilmente se había comportado frente a Napoléon - se apresuró a derogar la constitución de Cádiz, a su juicio una versión española de las atrocidades francesas, y a declarar su voluntad de ser soberano absoluto.

Durante el sexenio siguiente, Fernando VII no sólo persiguió encarnizadamente a unos liberales que se habían comportado frente al invasor con mucha mayor gallardía que él sino que además intentó regresar al Antiguo Régimen con la misma insistencia con que Felipe II se empeñó en convertir a España en la espada de la Contrarreforma.  De manera nada sorprendente, como Felipe II, persiguió con verdadera saña a los disidentes, quebró la economía nacional y no dudó en intentar ahormar el sistema educativo a la cerrazón sectaria que lo caracterizaba.  Los resultados no fueron mejores.  Si el primer monarca logró dejar tocado de ala al Imperio español en Europa, el segundo no pudo evitar la ruina de ese mismo Imperio en ultramar.  

En 1820, el liberal Riego se pronunció en Cabezas de san Juan contra el absolutismo.  La nación, hundida en la parálisis económica y en el proceso de emancipación de Hispanoamérica, no reaccionó.   El 9 de marzo de 1820, el rey – un superviviente en el peor sentido del término - se vio obligado a jurar la detestada por él constitución de 1812.   Con cinismo paradigmático, el monarca afirmó aquello de “Marchemos todos y yo el primero por la senda de la Constitución”.  Tampoco simpatizaba la reina con los liberales y, para colmo, no se le ocurrió aliviar el pesar de su marido de otra manera que no fuera recurriendo a los rezos, las letanías y la redacción de versos.  Quizá las hieles del gobierno liberal hubieran resultado menos acibaradas para Fernando VII si al menos la reina hubiera quedado encinta.  Sin embargo, lo cierto es que ni siquiera se produjeron falsas alarmas que anunciaran su estado de buena esperanza.  Para enfrentarse con esa contrariedad, los monarcas recurrieron, por supuesto, a los remedios piadosos de la época – reliquias, rogativas... – e incluso a la hidroterapia.  Por decisión expresa del rey, su esposa le acompañó a los balnearios de Sacedón y de Solán de Cabras.   No sirvió de nada.

CONTINUARÁ

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