Ripoll había combatido contra el invasor francés, y al ser hecho prisionero, se vio deportado a Francia. Fue en este país donde, estando gravemente enfermo, fue visitado por algunos cuáqueros que se dedicaban a asistir caritativamente a los necesitados, sin excluir presos. El ejemplo cristiano de los cuáqueros, tan diferente de lo que había conocido en el catolicismo en España, llevó a Ripoll a experimentar una conversión tras la que asumió el compromiso de regresar a su tierra natal a predicar un Evangelio bien distinto del difundido por el catolicismo. Está documentado que otros cuáqueros le advirtieron del peligro que podía correr, pero Ripoll se mantuvo firme en su propósito.
Mientras duró el gobierno liberal, Ripoll no tuvo problema alguno, ganándose la vida como maestro de escuela. En 1824, una denuncia anónima llevó a la Junta de Fe de Valencia a detenerlo. Permaneció en prisión dos años en el curso de los cuales, la iglesia católica envió a un teólogo a su lugar de reclusión para que intentara convencerlo de que regresara a su seno. Ripoll conocía lo suficiente la Biblia como para desbaratar por completo las enseñanzas católicas y se mantuvo firme en sus convicciones. Finalmente, la Inquisición pronunció sentencia contra él condenándolo a muerte por herejía. Las acusaciones que lo condujeron al cadalso era el haber sustituido en clase la expresión “Ave María” por “alabado sea Dios”, el no acudir a misa ni llevar a sus alumnos, el no salir a la puerta para saludar el paso de la procesión y el comer carne el viernes santo. Todas eran conductas propias de un protestante, pero resultaban intolerables para una iglesia católica empeñada en la tarea de seguir ahormando, aunque fuera con sangre, las almas de los españoles.
El 31 de julio de 1826[1], tuvo lugar la ejecución, precedida por el traslado del reo por el centro de la ciudad para que fuera injuriado por los vecinos. El martirio de Cayetano Ripoll fue presenciado por distintos extranjeros que dejaron testimonio de lo sucedido. Fue ahorcado tras afirmar que moría “reconciliado con Dios y con los hombres”. En teoría, debía haber sido arrojado a las llamas, pero, finalmente, procedieron a ahorcarlo si bien lanzaron su cadáver después a un tonel donde se habían pintado unas llamas. Luego procedieron a enterrarlo, como hereje que era, en la parte del exterior del cementerio.
Si el asesinato legal de Cayetano Ripoll resultó bochornoso no lo es menos que el responsable directo del mismo fuera Simón López, arzobispo de Valencia. López había sido diputado en las Cortes de Cádiz donde intentó frenar las reformas liberales e incluso llegó a abandonar su escaño para no tener que jurar la Constitución. En 1826, presidía la Junta de Fe de Valencia, una institución creada para “vigilar la doctrina”. La idea de que un protestante pudiera vivir en paz en España le resultaba intolerable al arzobispo que no dudó en justificar la ejecución de Cayetano Ripoll afirmando: “Dios quiera que sirva de escarmiento para unos y de lección para otros”. Seguramente, lo ignoraba, pero estaba esgrimiendo el mismo argumento del que las autoridades del templo se habían valido para planear la muerte de Jesús (Juan 12). A decir verdad, es muy posible que, espiritualmente, estuviera mucho más cerca de ellas que del crucificado. De manera bien significativa, el arzobispo López, responsable directo de un asesinato cruel y fanático, está sepultado en la catedral de Valencia, en la capilla de San José. De manera quizá más significativa de lo que pueda parecer a primera vista, el último arzobispo de la ciudad, Agustín García Gasco, pidió descansar a su lado y su deseo fue cumplido.
Como en siglos anteriores, la iglesia católica estaba más que dispuesta a segar vidas para mantener su poder y sus privilegios. Los años siguientes serían testigo de la verdad de este aserto.
[1] Sobre la decadencia de la Inquisición durante el reinado de Fernando VII, véase: Luis Alonso Tejada, Ocaso de la Inquisición, Madrid, 1969.