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Jueves, 14 de Noviembre de 2024

(XCVII): El liberalismo es pecado… (III): El apoyo de la iglesia católica a don Carlos (II)

Viernes, 25 de Marzo de 2022

El 14 de septiembre de 1832, aquel mismo año, el rey sufrió un ataque de gota que puso en peligro su vida.  Dada la legalidad vigente, resultaba obvio que la heredera legítima era la infanta Isabel, pero para evitar el choque con don Carlos se le ofreció a éste hacerse cargo de la regencia.  El infante, nada dispuesto a renunciar a sus ambiciones y sueños de años, no sólo rechazó la propuesta sino que además acusó a sus adversarios de querer la guerra civil porque se obstinaban en “sostener una causa injusta”.  Seguramente don Carlos consideraba injusto que se le arrancara la miel de la corona de los labios tras tantos años de espera pero lo cierto es que la ley y el derecho estaban en su contra y a favor de la infanta.  Para remate, con tal de conseguir el objeto de sus ambiciones a don Carlos no le importaba que los españoles se mataran entre si.

De temperamento muy distinto se manifestó María Cristina en aquellas horas.  Temerosa de que todo concluyera en un baño de sangre, dio muestra de su grandeza de espíritu al afirmar: “Pues bien, que España sea feliz, aunque mi hija no reine”.  No se trataba sólo de una frase.  En paralelo, la reina rogó a su marido que revocara la Pragmática.  No estaba muy dispuesto a ello Fernando VII, pero la resolución de María Cristina era inconmovible.  Desde su punto de vista, resultaba preferible marchar al exilio con sus hijas que contribuir al estallido de un conflicto armado que desgarrara la nación.  Finalmente, el rey se avino a las razones esgrimidas por su esposa y, el 18 de septiembre de 1832, firmó un codicilo, formalmente un decreto, que anulaba la Pragmática.  La única condición impuesta por el monarca fue que el documento se mantuviera en secreto hasta su muerte. 

A la sazón, no parecía que su tránsito a la otra vida pudiera retrasarse mucho.  Ese mismo día, el rey quedó inconsciente y sus propios ministros, pensando que el fallecimiento sería inminente, decidieron revelar lo que tenía que haberse mantenido oculto.  Así, extendieron certificaciones de la acción del rey y las enviaron al Consejo.  Por supuesto, hubo funcionarios del rey que no perdieron de la cabeza de esa manera.  El secretario de la guerra, marqués de Zambrano, en una muestra de respeto por la legalidad del que tan ayunos se mostraban los partidarios de don Carlos, se negó en redondo a dar trámite a la derogación mientras no resultara oficial la muerte del monarca.  Por si fuera poco, comunicó lo que estaba sucediendo al infante Francisco de Paula y a su esposa que se encontraban en esos momentos en Andalucía.  No todos se comportaron, desde luego, con esa dignidad.  En La Granja los cortesanos comenzaron a desertar en masa de las habitaciones de la reina María Cristina para acudir como moscas a la miel a los del infante Carlos María Isidro.  No fueron pocos los que les otorgaron ya entonces el tratamiento de majestades.  Sin embargo,  de forma totalmente inesperada, Fernando VII no sólo recuperó el conocimiento sino que además comenzó a mejorar de salud. 

El flujo de cortesanos que se habían precipitado a buscar una buena posición al lado de los nuevos reyes desanduvo ahora el camino andado y no sólo volvió a tratar de alteza al infante Carlos sino que además mostró una especial alegría por la mejoría del monarca. 

El día 22 de septiembre, de madrugada, llegaron a La Granja Francisco de Paula y Luisa Carlota, su esposa.  Si en la corte, María Cristina, la reina, se había convertido en un símbolo de la magnanimidad y María Francisca de Braganza, la esposa del infante Carlos, de la intriga encaminada a sentarse en el trono a cualquier precio incluido el de una guerra civil; ahora Luisa Carlota iba a encarnar la decisión frente a la ambición.  Luisa Carlota mandó llamar al ministro Calomarde – curioso absolutista que sentía un especial interés por la educación y la tauromaquia – y le ordenó que le mostrara el codicilo firmado por Fernando VII.  Así lo hizo Calomarde y entonces la infanta lo desgarró arrojando los pedazos al fuego de la chimenea.  Intentó entonces el ministro salvar aquel documento que era la base de la fortuna del infante Carlos y Luisa Carlota, sin titubeo alguno, propinó a Calomarde un sonoro bofetón que le impidió llevar a cabo sus propósitos.  Estuvo a la altura de la situación el ministro porque, mientras veía convertirse en humo y cenizas, el documento, se limitó a decir a la infanta:  “Señora, manos blancas no ofende...”.  Quizá pero habían impedido que se consumara un verdadero atropello legal dirigido por las ambiciones de un fanático contra la reina y su hija.

Recuperado el rey, adoptó medidas contra aquellos que habían intentado torcer su voluntad, primero, y aseguró una reforma de la ley sucesoria que tenía precedentes varias décadas atrás en los Borbones españoles y que, por añadidura, implicaba un regreso al derecho histórico hispano.  Mientras que Calomarde se vio privado de sus cargos y desterrado a Olva de Aragón, desde donde, disfrazado de fraile, huyó a Francia; Luisa Carlota fue felicitada por el monarca por su decisión.  Por lo que se refiere a María Cristina llegó a la conclusión definitiva de que el futuro pasaba por integrar a los liberales en la monarquía y enfrentarse con el absolutismo carlista que, ambicioso y clerical, demostraba una notable falta de ética a la hora de actuar. 

Fernando VII, consciente de que su mejora de salud podía no ser duradera, delegó en la reina amplios poderes.  Sólo en ella – y en Francisco de Paula y su esposa – podía confiar el monarca para evitar que el orden institucional se viera asaltado, con la violencia incluso, por los partidarios de don Carlos.

CONTINUARÁ

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