- Enteramente distinta fue siempre la disciplina de la Iglesia en perseguir la publicación de los malos libros, ya desde el tiempo de los Apóstoles: ellos mismos quemaron públicamente un gran número de libros23. Basta leer las leyes que sobre este punto dio el Concilio V de Letrán y la Constitución que fue publicada después por León X, de f. r., a fin de impedir que lo inventado para el aumento de la fe y propagación de las buenas artes, se emplee con una finalidad contraria, ocasionando daño a los fieles24. A esto atendieron los Padres de Trento, que, para poner remedio a tanto mal, publicaron el salubérrimo decreto para hacer un Indice de todos aquellos libros, que, por su mala doctrina, deben ser prohibidos25. Hay que luchar valientemente, dice Nuestro predecesor Clemente XIII, de p. m., hay que luchar con todas nuestras fuerzas, según lo exige asunto tan grave, para exterminar la mortífera plaga de tales libros; pues existirá materia para el error, mientras no perezcan en el fuego esos instrumentos de maldad26. Colijan, por tanto, de la constante solicitud que mostró siempre esta Sede Apostólica en condenar los libros sospechosos y dañinos, arrancándolos de sus manos, cuán enteramente falsa, temeraria, injuriosa a la Santa Sede y fecunda en gravísimos males para el pueblo cristiano es la doctrina de quienes, no contentos con rechazar tal censura de libros como demasiado grave y onerosa, llegan al extremo de afirmar que se opone a los principios de la recta justicia, y niegan a la Iglesia el derecho de decretarla y ejercitarla.
De manera bien reveladora, el pontífice no dudaba en señalar al origen del movimiento de libertad que, a su juicio, sufría Europa. No era otro que aquellos que, en un momento u otro, habían regresado a la Biblia y se habían negado a seguir sometidos a Roma. Al respecto, la afirmación era rotunda:
- … No otros eran los criminales delirios e intentos de los valdenses, begardos, wiclefitas y otros hijos de Belial, que fueron plaga y deshonor del género humano, que, con tanta razón y tantas veces fueron anatematizados por la Sede Apostólica. Y todos esos malvados concentran todas sus fuerzas no por otra razón que para poder creerse triunfantes felicitándose con Lutero por considerarse libres de todo vínculo; y, para conseguirlo mejor y con mayor rapidez, se lanzan a las más criminales y audaces empresas.
Precisamente, partiendo de estos presupuestos, el papa llegaba a la conclusión de que la única manera de evitar desgracias era seguir manteniendo el yugo de la iglesia católica sobre las naciones. La alianza del trono y del altar era la única garantía de mantener el orden establecido:
- Las mayores desgracias vendrían sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los deseos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los partidarios de una libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que fue siempre tan favorable y tan saludable así para la religión como para los pueblos.
Se podrá pensar lo que se quiera del mencionado pontífice, pero no se puede afirmar que no dejara su enseñanza bien establecida en negro sobre blanco. A juicio del papa, la libertad de conciencia era un mal terrible; su origen por definición era el mismo abismo descrito en el Apocalipsis y su consecuencia todo género de males. La única vía para la felicidad era abortar la libertad de conciencia salvo la que, por supuesto, debía tener la iglesia católica para monopolizar lo que pensara, hiciera y creyera toda la sociedad. El Gran Hermano de Orwell, sin duda, habría suscrito complacido esa misma concepción. A fin de cuentas, se ofrecía la dicha a la sociedad – incluida la eterna – a cambio de entregar su conciencia y su capacidad para analizar, pensar y discernir. Pensar que la cercanía de don Carlos a semejante personaje templaría su fanatismo fue, como mínimo, una muestra de peligrosa ingenuidad. A decir verdad, la encíclica Mirari Vos era justo el programa político que defenderían los carlistas durante décadas ferozmente enfrentados con la articulación de un estado liberal moderno.
Sabía de sobra el pontífice lo que decía. La sociedad perfecta para la iglesia católica sólo podía ser aquella que, gobernada por un monarca absoluto, únicamente recibiera las enseñanzas católicas – la España del Rey felón sin ir más lejos – y cuyo pueblo se limitara a obedecer sumisamente. El resultado de intentar mantener en pie aquel edificio se saldaría en España con una sucesión de despiadadas guerras civiles.
CONTINUARÁ