El retroceso de los invasores, en parte, por el empuje de la resistencia norteña y, en parte, por su propia incapacidad para mantener el control de toda la península, fue dejando territorios que debían ser ocupados y colonizados. De hecho, las victorias obtenidas sobre los invasores islámicos exigían para verse consolidadas dos circunstancias. La primera era la ocupación de los territorios recuperados y la segunda, el establecimiento de poblaciones que llevaran una vida que podríamos denominar normal. Había que atraer a pobladores que estuvieran dispuestos a abandonar los enclaves de la retaguardia para situarse en puestos de frontera dispuestos a defenderse con las armas en la mano de las agresiones musulmanas que se repetirían en cualquier momento. Los reyes intentaban compensar los innegables peligros inherentes a esas repoblaciones mediante el otorgamiento de fueros o cartas pueblas que concedían privilegios a distintos enclaves.
La iglesia católica tenía un especial interés en apoderarse de ellos y, para conseguirlo, puso en marcha no pocos mecanismos de propaganda ligados no sólo a la supuesta ayuda sobrenatural en la guerra derivada de la Virgen o de Santiago sino también a no menos supuestos milagros relacionados con santos de nueva creación. Basta repasar la obra de Gonzalo de Berceo - por lo demás un autor notable, para captar la utilización de la religión y de la superstición con fines abiertamente crematísticos – o la aparición del Camino de Santiago para percatarse de la veracidad de este aserto. En esa tarea de propaganda – que un prelado de Su santidad me definió una vez como “publirreportaje” – tuvieron un papel esencial los denominados “fraudes píos”, es decir, fraudes piadosos.
El siglo VIII no sólo tuvo una especial relevancia por la irrupción islámica en la Península Ibérica sino también por el desarrollo de una política de falsificación documental que pretendía favorecer los designios del obispo de Roma y que, muy pronto, se extendió a respaldar los intereses de la iglesia católica en todo Occidente, sin excluir los reinos hispánicos. Esa falsificación documental iría unida no pocas veces a la creación de emociones y a manifestaciones artísticas que ayudaban a su difusión popular. Conocidos como “fraudes píos”, estos episodios han dejado su huella en la Historia hasta la actualidad y, de manera bien reveladora, suelen ser ocultados de los relatos historiográficos debidos a autores católicos.
Sin duda, el “fraude pío” más relevante fue un documento de carácter jurídico conocido como Donatio Constantini , es decir, la Donación de Constantino. El escrito tenía la pretensión de ser la constancia formal de una donación de diversos territorios que el emperador romano Constantino habría realizado en favor del obispo de Roma. El nacimiento de esta obra resulta en realidad incomprensible sin una referencia a su contexto jurídico. Éste vino marcado por dos aspectos fundamentales. El primero fue la tendencia a coleccionar los documentos canónicos existentes. Ya en el s. VI había surgido de un impulso similar la colección Dionisiaca y en el s. VII la denominada Hispana, experimentando ambas en el curso de ese siglo algunas alteraciones notables. En el año 744 la tendencia coleccionista recibió un nuevo impulso al enviar el papa Alejandro I a Carlomagno un ejemplar de la Colección Dionisiaca. Éste presentaba algunas peculiaridades ya que el prefacio original había desaparecido y además al texto se le habían añadido las decretales de los obispos romanos desde Zósimo (417-8) a Gregorio II (715-31). Hacia el año 800, esa colección se vio refundida con materiales procedentes de la Hispana dando lugar a la denominada colección Dacheriana. La segunda circunstancia que influyó en el nacimiento de la Donatio fue un fenómeno auténticamente singular en la historia del Derecho aunque no tan excepcional en la de las religiones. Nos referimos a la falsificación de textos con la finalidad de servir a objetivos concretos de la sede papal en materia de gobierno, jurisdicción, disciplina o meramente política. Esta labor se realizó de manera sistemática en una oficina del reino franco entre los años 847 y 852.
La primera fase de esta tarea consistió en alterar el texto de la Colección Hispana añadiéndole materiales hasta alcanzar el contenido que conocemos por el manuscrito de Autun. Otro ejemplo de esta labor fue la creación de los Capitula Angilramni - unos textos legales que se atribuían al papa Adriano aunque, en realidad, eran una amalgama de documentos canónicos, normas del código teodosiano y leyes visigóticas - o de los Capitularia Benedicti Levitae que pretendían legitimar la reforma eclesiástica con normas supuestamente emanadas de distintos emperadores romanos y de los reyes merovingios y carolingios. Para comprender el alcance de esta labor baste decir que de los Capitularia mencionados - mil trescientos diecinueve - alrededor de la cuarta parte eran falsos. No era poco uso de la mentira para lograr el avance de unos intereses que pueden definirse de cualquier forma salvo espirituales.
De esta confluencia del afán recopilador y de la falsificación de documentos con fines concretos surgieron las denominadas Decretales Pseudoisidorianas. Éstas, debidas a los esfuerzos de Isidoro Mercator, estaban destinadas a convertirse en la colección más extensa e importante de la Edad Media. En ella se daban cita junto a las decretales romanas desde Silvestre (314-335) a Gregorio II (715-731) - de las que unas eran falsas y otras auténticas, pero con alteraciones - una serie de documentos conciliares y textos diversos entre los que se hallaba la Donatio Constantini. Resulta pues obvio que ésta no constituía, por lo tanto, una excepción en el seno de la Historia del derecho canónico sino una parte de un considerable esfuerzo compilador - y falsificador - llevado a cabo en beneficio de la Santa Sede.
Las razones de este proceso de falsificación sistemática de documentos resultan fácilmente comprensibles cuando se examina el contexto histórico. El declive del poder bizantino en Italia había tenido como clara contrapartida un auge del reino de los lombardos. Éstos fueron utilizando una estrategia de asentamientos ducales y regios que, poco a poco, les permitieron apoderarse de diferentes territorios italianos y - lo que resultaba más importante - amenazar a Roma, la ciudad gobernada por el papa. Como contrapeso a la amenaza lombarda, el papa no podía recurrir al emperador bizantino, pero llegó a la conclusión de que sí contaba con una posibilidad de defensa en Pipino, el rey de los francos. Para lograr influir en éste conduciéndolo a una alianza, resultaba más que conveniente que pudiera recurrir a algún precedente legal de sus pretensiones. El instrumento utilizado para tal fin no fue sino la falsificación conocida como Donación de Constantino.
En el invierno del año 755, el papa Esteban se dirigió a la corte de los francos con la pretensión de obtener la ayuda de Pipino. Convenientemente preparado por las aseveraciones de la Donación, el monarca lo recibió en calidad de “defraudado heredero de Constantino”. En las negociaciones que siguieron a la calurosa bienvenida franca, el papa Esteban no sólo solicitó de Pipino que le concediera ayuda militar sino también que le hiciera entrega de un conjunto de territorios que, según la Donación, ya habían sido donados anteriormente por Constantino a los antecesores del papa. Pipino - cuyos orígenes dinásticos eran punto menos que dudosos - aceptó las pretensiones papales sin ningún género de discusión y además desencadenó la guerra contra los lombardos.
El conflicto se desarrolló favorablemente para los francos. Los lombardos fueron derrotados y esa circunstancia los obligó a aceptar cuantiosas pérdidas territoriales. Por su parte, Pipino entregó al papa Esteban la llave de una veintena de ciudades entre las que se encontraban Rávena, Ancona, Bolonia, Ferrara, Iesi y Gubbio. De esta manera, el papa entraba en posesión de una franja de terreno en la costa del Adriático, a partir de la cual nacerían los futuros Estados Pontificios. A partir de entonces, el papa sería un monarca temporal con reconocimiento internacional cuya situación – con pérdidas y ganancias – se mantendría igual hasta la reunificación italiana de finales del s. XIX y, con ciertas variaciones, desde entonces hasta la actualidad. Sin embargo, el fraude documental se descubrió mucho antes. Ciertamente, el texto falsificado cumplió con su finalidad de manera más que satisfactoria para el papa. Sin embargo, a pesar de su éxito, el fraude dejaba mucho que desear en lo que a configuración se refiere ya que el documento estaba cargado de errores de carácter histórico y jurídico.