Ciertamente, los reyes no estaban dispuestos a renunciar a los buenos servicios que podían prestarles los judíos. Don Isaac Abarbanel y don Abraham Señor se ocuparon, por ejemplo, del abastecimiento y la administración de los ejércitos regios en ocasión tan relevante como la guerra de Granada. Lo hicieron, como otros que los habían precedido en menesteres semejantes, de manera excelente. Como muchos otros judíos – por ejemplo, los de Gerona que salieron a bailar de alegría a las calles para celebrar la Reconquista de Granada – se consideraban orgullosos de colaborar en la tarea de recuperación del territorio nacional que se había extendido a lo largo de casi ocho siglos. La colaboración de los judíos en la guerra había sido tan notable que a medida que se iba reconquistando el reino de Granada se otorgaban las mismas condiciones de paz y vasallaje a los hebreos que a los moros. Fue lo que sucedió, por ejemplo, el 11 de febrero de 1490 con los judíos que vivían en el reino nazarí. Se trataba de privilegios llamados a resultar efímeros.
La guerra de Granada acabó en los últimos días de 1491. Con la conclusión de la Reconquista iban a dar comienzo otras empresas de no escasa importancia en el reinado de los Reyes católicos. No habían pasado aún tres meses del final de la guerra, cuando en el mismo campamento de Santa Fe, donde se ultimó la rendición de Granada, decidieron Fernando e Isabel expulsar a los judíos de sus territorios en el plazo de tres meses so pena de muerte y confiscación.
Ni Fernando ni Isabel habían mostrado nunca animadversión contra los judíos. En la corte abundaban los que lo eran y los que lo habían sido. Incluso Fernando contaba entre sus antepasados a alguna judía que había mezclado su sangre con la castellana de los Antequera. Tampoco parece que ninguno de los dos reyes pensara que debía obligarse a los judíos a creer en una religión diferente de aquella a la que de todo corazón desearan entregarse. Pero una cosa era lo que pensaban los Reyes católicos y otra los sentimientos que abrigaban no pocos de sus súbditos desde hacía siglos azuzados por el clero católico. Que mucha gente – más en los territorios de la corona de Aragón que en los de Castilla - los odiaba está fuera de cuestión. Que en ese sentimiento no pesaba nada la reflexión serena sobre los intereses de España resulta indiscutible.
Si, finalmente, los Reyes Católicos recurrieron al expediente de la expulsión se debió a diversas circunstancias. La primera fue la creencia en la posibilidad de alcanzar la unidad religiosa - ¡que nunca había existido! – gracias al final de la Reconquista y a la disolución que afectaba desde hacía muchos años a las aljamas. Las presiones desde finales del siglo XIII – incluidas las disputas en torno al Talmud celebradas en la corona de Aragón – habían ido in crescendo, en paralelo con un debilitamiento de las propias comunidades judías. A finales del siglo XV, no eran pocos los judíos jóvenes que sin creer en la ley de Moisés pero tampoco creyendo en el catolicismo dejaban la religión de sus padres y se bautizaban en una que les era indiferente. Que se les impidiera dar ese paso resultaba impensable, en parte, porque la iglesia católica contemplaba con agrado las conversiones y, en parte, porque existía una satisfacción generalizada al ver que hombres inteligentes y capaces abandonaban su fe para abrazar la considerada verdadera. ¿Siguieron judaizando en secreto aquellos conversos poco convencidos? Los estudios de B. Netanyahu[1] han dejado de manifiesto, partiendo de las propias fuentes hebreas, que esa eventualidad se produjo tan sólo de manera excepcional. Es cierto que en algunos casos, al ver que el converso por interés dudaba del paso dado o se sentía atormentado en su conciencia o simplemente recordaba y buscaba a cualquier precio la cercanía de unos familiares que ahora le consideraban muerto y se negaban a dirigirle la palabra, aparecía algún rabino que le instaba a apostatar de la iglesia católica para regresar a la senda transitada por sus padres. También parece establecido que algunos de esos conversos, desmoralizados porque la vida no se les había mostrado tan agradable como habían esperado, porque no habían conseguido medrar como deseaban, al fin y a la postre, regresaban a sus antiguos caminos. Sin embargo, insistamos en ello, los casos fueron muy contados. Cuestión aparte es que, como ya hemos visto, se extendiera la especie de que los conversos eran falsos cristianos, en parte, porque, lisa y llanamente, se los envidiaba, y, en parte, porque el vulgo estaba dispuesto a creer cualquier cosa que infamara a un sector de la sociedad aborrecido y, en parte no mínima, porque ciertos sectores del clero se beneficiaban de ese antisemitismo.
Precisamente, en ese contexto en el que buena parte del pueblo, impulsado por la iglesia católica, odiaba a los judíos y los monarcas constituían el único valladar de protección tuvo lugar un acontecimiento que seguramente influyó de forma decisiva en la expulsión. Nos referimos al proceso por crimen ritual del Niño de la Guardia.
En 1490, un judío llamado Yucé Franco fue acusado de haber dado muerte a un niño en una blasfema ceremonia que pretendía burlarse de la muerte de Jesús. Que este tipo de acusaciones se consideraban plausiblemente conectadas con la realidad es algo que estaba en la mente de muchos desde hacía no menos de dos siglos. Recordemos, por ejemplo, que en libro VII de las Partidas, Alfonso X hace referencia a los rumores que corrían sobre ese tema y, aunque no los consideraba fidedignos, se preocupaba de anunciar que, caso de producirse un caso semejante en su territorio, se castigaría con la pena capital. Posiblemente, en un intento de dilucidar la verdad en una cuestión que tanto podía encender las pasiones, Isabel ordenó que se ocupara del caso Torquemada insistiéndole en que se tomara todo el tiempo necesario y en que se guardaran todas las formalidades legales.
Los apologistas católicos han insistido en que el proceso se ajustó al ordenamiento jurídico de la época. Así, Torquemada nombró instructores de la causa con el encargo expreso de proceder en conciencia al esclarecimiento de la verdad debiendo absolver a los detenidos que resultaran libres de culpa. Al propio Yucé Franco se le permitió nombrar hasta tres defensores a los que se dejó actuar con toda libertad para velar por sus intereses e incluso cuando el Acusador fiscal se opuso a que se admitieran distintas pruebas de descargo, todas ellas se aceptaron para que no quedara sombra de duda sobre la veracidad de lo juzgado. Estas circunstancias, en absoluto, pueden servir para ocultar que Franco fue sometido a horribles torturas y, como no podía ser menos, acabó acusándose de haber cometido un crimen del que no tenía el menor conocimiento.
Dilatada resultó la instrucción y, una vez que toda la documentación del proceso quedó concluida, se entregó a un jurado del que formaban parte varios profesores prestigiosos de la universidad de Salamanca. Los siete miembros del jurado estuvieron reunidos durante tres días y, finalmente, pronunciaron un veredicto unánime de culpabilidad contra Yucé Franco que debía ser entregado a la justicia regia y cuyos bienes habían de ser confiscados. Pero la causa no concluyó ahí.
A inicios de noviembre de 1491, cuando ya Granada estaba a punto de ser reconquistada, la causa fue expuesta ante otro jurado formado ahora por hombres letrados de Ávila. Todos ellos, de manera unánime, apreciaron que el tribunal de inquisidores había actuado competentemente y que Yucé Franco era culpable. Aquel judío, en compañía de otros, había procedido a secuestrar a un niño de la Guardia de tres o cuatro años y, tras flagelarlo, lo habían crucificado un día de viernes santo. A mediados de noviembre, Franco y sus presuntos cómplices fueron ajusticiados en Ávila.
¿Qué hubo de cierto en las acusaciones formuladas durante el proceso del Niño de la Guardia? Durante siglos, los escritores católicos han sostenido que se correspondían con la realidad y que, simplemente, se había ejecutado justicia. Semejante conducta no debería causar sorpresa ya que, durante el mismo Holocausto, publicaciones católicas de carácter oficial siguieron defendiendo y propalando la acusación de crimen ritual [2]. En el siglo XX, por el contrario, se insistió en que todo había sido un montaje organizado al estilo de los procesos de Moscú en la URSS y que el crimen ni siquiera había tenido lugar. Desde luego, todo indica que se trató de un proceso articulado por el clero para cebar el antisemitismo de un pueblo y fortalecer una leyenda criminal y carente de base. Al respecto, los datos objetivos resultan demoledores. Para empezar, el cadáver del niño nunca fue encontrado. Es cierto que los culpables podrían haber olvidado el lugar en el que habían abandonado los restos de la víctima, pero la circunstancia no contribuye a creer en la veracidad de las acusaciones.
En segundo lugar, las pruebas se redujeron prácticamente a la confesión de los encausados, obtenida además bajo tormento. Tanto la práctica de la tortura como la aceptación de la confesión como prueba reina eran habituales en aquella época, pero eso no garantiza que los hechos que se consideraron probados correspondieran con la realidad. Por el contrario, obliga a sospechar de su veracidad.
Todo parece indicar que los acusados fueron acusados de un crimen tan horrible como falso que, bajo tormento, acabaron aceptando quizá porque el dolor era insoportable o quizá porque creían que encontrarían clemencia si aceptaban las acusaciones de que eran objeto o, al menos, se librarían de la tortura. Lamentablemente, todavía en la actualidad, se sigue celebrando litúrgicamente una fiesta católica relacionada con este niño que nunca existió, cuyos restos nunca se hallaron y que fue origen de un crimen – este cierto – de carácter judicial por el que nunca se pidió perdón. Quizá hubo quien esperó que en la sentencia y su ejecución debía haber concluido todo. No fue así. En realidad, se había disparado el pistoletazo de salida para el proceso de expulsión de los judíos.
CONTINUARÁ
[1] Benzion Netanyahu, Los marranos españoles según las fuentes hebreas de la época (siglos XIV-XVI), Valladolid, 2002, pp. 173 ss.
[2] Vid infra, pp. .