La iglesia católica se valió, por ejemplo, de instrumentos para aumentar su patrimonio que no estaban al alcance de los otros segmentos privilegiados de la sociedad. Uno de ellos fue el derecho sucesorio. A los fieles se les instaba de manera punto menos que sistemática a realizar donaciones y otorgar testamento en favor de instituciones eclesiásticas. Semejante transferencia de propiedad estaba vinculada, por regla general, al deseo de salvación eterna del causahabiente. Se trataba, sin duda, de un motivo para convertir en beneficiaria a la iglesia católica con el que ninguna institución podía competir. De manera bien significativa, durante la Edad Media, las disposiciones testamentarias tenían un porcentaje nada baladí de instrucciones relacionadas con mandas y legados que pasaban a la propiedad de la iglesia católica. Este espíritu estaba tan imbricado en la mentalidad de la época que Alfonso el Batallador no dudó en dejar los territorios que componían su corona a distintas órdenes militares de carácter religioso[1].
En segundo lugar, la iglesia era una entidad excepcionalmente privilegiada en materia tributaria. A las exenciones, en el pago, la iglesia católica añadía la percepción de tributos que no pocas veces carecían de legitimación jurídica, pero que se habían consagrado mediante alguna falsificación documental “ad hoc”[2]. Así, a los diezmos, oblaciones y prestaciones se sumarían tributos específicos como el voto de Santiago cuyos orígenes, según sabemos hace tiempo, eran claramente fraudulentos aunque se fueran consagrando por la costumbre.
En tercer lugar, la iglesia católica fue ideando diversos mecanismos jurídicos que a la vez que acrecentaban su patrimonio impedían su merma futura. Por ejemplo, mediante la figura del precario, fue obteniendo la propiedad de bienes raíces cedida por sus dueños a cambio de una cierta seguridad económica hasta su muerte y, por supuesto, de una presunta garantía sobre la salvación de sus almas. De manera semejante, a pesar de que la Biblia establece que los obispos han de ser personas casadas (I Timoteo 3: 1-7) e incluso señala que sólo Pablo y Bernabé de entre el grupo de los apóstoles no tuvieron esposa (I Corintios 9: 5), la iglesia católica fue imponiendo – no sin resistencias ni dificultades – el celibato de los clérigos. La medida, más allá de sus presuntas justificaciones espirituales, pretendía que el patrimonio que pudiera obtener un sacerdote se mantuviera en el seno de la iglesia y no pudiera ser empleado para sustentar a una esposa y a unos hijos ni mucho menos para atenderlos después de la muerte. Todos esos mecanismos de avocación de recursos económicos quedaban rematados por el sistema de manos muertas, es decir, la imposibilidad de que cualquiera de las propiedades eclesiásticas fuera objeto de enajenación. De esta manera, el caudal de la iglesia católica tenía varias puertas de entrada, pero ninguna de salida.
Esta acumulación de riqueza permitió en poco tiempo que entidades eclesiales como los monasterios se convirtieran en prestamistas de los campesinos, de la nobleza y de la Corona. Sin embargo, de manera creciente y para evitar las censuras eclesiásticas, esas tareas fueron encomendadas a judíos. Más instruidos, más honrados y no católicos resultaban la elección obligada a la hora de practicar el préstamo o de realizar determinadas actividades financieras por cuenta del clero, de la nobleza y de la Corona.
Los monasterios, exentos de tributos y convertidos en focos de peregrinación no pocas veces mediante el uso de la falsificación documental o del engaño[3], a partir del siglo IX recibieron una protección directa de la Santa Sede. Más allá del elemento meramente espiritual que se desee atribuir a esa circunstancia, lo cierto es que la misma proporcionaba a estos focos de acumulación de riqueza toda una panoplia de protección canónica que, al atribuirse el papa una autoridad superior a la de los reyes, podía adquirir pavorosas connotaciones. No se trataba de una protección gratuita ya que exigía el pago de un censo, pero el monasterio que entregaba el coste de la protección a la Santa Sede podía incluso desarrollar su existencia con independencia de la autoridad episcopal no pocas veces cercana al rey.
Esta acumulación económica tuvo además otras consecuencias. Salvo alguna excepción bajo-imperial como fueron los benedictinos iniciales, los monasterios, los obispos e incluso el clero regular fomentaron la servidumbre como manera de atender a su riqueza. Santo Tomás de Aquino – tan mal citado como poco leído – no fue sino uno de los autores que legitimó la esclavitud[4]. De acuerdo con el doctor de la iglesia, “la esclavitud entre los hombres es natural, porque algunos son por naturaleza esclavos”. Rematando semejante afirmación con otra no menos relevante y es la de que “si un hombre se entrega a su deber, esto no es estrictamente llamado “justo”. Y puesto que lo que pertenece al hijo es de su padre y lo que pertenece al esclavo es de su amo, se sigue que propiamente hablando no hay justicia del padre al hijo ni del amo hacia el esclavo”. Imagínese la suerte del siervo entre aquellos que seguían las enseñanzas del Doctor Angélico, de enorme influencia con posterioridad a través de los dominicos. Compréndase también el instrumento de utilización de trabajo esclavo que operaba en manos de la iglesia católica.
Esa vinculación de la condición servil con el trabajo acarrearía unas pésimas consecuencias que, como tendremos ocasión de ver, se prolongan hasta el día de hoy y que sólo desaparecieron en realidad, ya en el siglo XVI, como consecuencia de la recuperación de la ética bíblica del trabajo que llevó a cabo la Reforma.
CONTINUARÁ
[1] Véase pp. .
[2] Véase, pp. .
[3] Véase pp. .
[4] Summa Theologica, Sobre la Justicia, Quest. 57-62.