El enlace entre su hija Juana y Felipe el Hermoso tuvo como consecuencia que su hijo, Carlos, no se sintiera tan vinculado a España como a sus propias elucubraciones políticas, unas elucubraciones arcaicas y concebidas sobre la base de la resurrección del medieval Sacro Imperio Romano-Germánico. Desde luego, los inicios de su reinado no pudieron ser más negativos. A España llegó con la única intención de conseguir fondos para su elección como emperador y, de manera lógica, provocó la rebelión de las Comunidades de Castilla. Aplastada sin contemplaciones, Carlos I no sólo logró comprar la elección imperial (1520) sino que proyectó ya toda la política española en función de su programa centro-europeo. Quizá con la excepción de la lucha contra el Islam y de la primera guerra contra Francia – que concluyó con la victoria de Pavía (1525) y la cautividad de Francisco I – el resto de los numerosos conflictos armados en que se vio envuelta España durante el reinado de Carlos I fueron, como bien supo señalar Sánchez Albornoz, contrarios a los intereses nacionales.
Las luchas intestinas del imperio alemán, la imposición de la intolerancia religiosa en los Países Bajos – que tan fatal se revelaría para España – y la dilapidación del oro de las Indias no fueron en beneficios de una España que, no obstante, se entregó con entusiasmo al proyecto de un soberano extranjero que acabó – justo es reconocerlo – considerando que los españoles eran sus súbditos más fieles y calificando al castellano como “la mía lengua”, precisamente la que utilizaba para hablar con Dios. Como en tantas ocasiones, los españoles fueron mejores y más ingenuos que sus gobernantes y los siguieron con un entusiasmo que no merecían. Uno de los resultados fue una economía endeudada que, ya en los primeros tiempos de Felipe II, el hijo y sucesor de Carlos I, se tradujo en una clamorosa bancarrota. Felipe II – todo hay que decirlo – no aprendió a la lección y empeoraría la nefasta política de su padre.
Con seguridad, el gran error de Carlos I fue el de creer que la Historia se había detenido en la Edad Media cuando la realidad era que la Reforma había iniciado la modernidad y ya nada sería igual. De esa manera no sólo desperdició los caudales de España sino que la colocó sobre la senda de su ruina en pocas generaciones. No sorprende que en sus últimos momentos dudara angustiado de su posibilidad de salvación ni tampoco que Carranza, el clérigo que intentó confortarlo, acabara procesado como hereje.
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