Nadie pensaba que pudiera llegar a rey de España. Su madre, Isabel de Farnesio que no dejó de ocasionar trastornos a España en busca de coronas para sus hijos, ya lo había colocado en un trono situado en el sur de Italia. Allí, Carlos permitió el regreso de los judíos, limitó el poder eclesial y administró un reino de acuerdo al principio del Despotismo ilustrado que creía en el “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Cuando la ausencia de sucesores directos le deparó la corona de España, tenía ya una notable experiencia. Nunca fue muy trabajador – generalmente, no más de una hora al día – pero supo rodearse de gentes competentes. Convirtió Madrid en una de las capitales más bellas de Europa; impulsó la colonización de las Carolinas con gentes traídas de Alemania; intentó desestigmatizar a los gitanos integrándolos en la vida nacional y – rasgo bien significativo de su reinado – mediante Real Pragmática decretó que el trabajo manual no era infamante y que podían llevarlo a cabo incluso los nobles. Llegaba con casi tres siglos de retraso en relación con la Europa protestante que, gracias a la Reforma, había recuperado una visión bíblica del trabajo. No sorprende que con tanto siglo por medio, no convenciera de muchos españoles. Porque como él mismo señaló, eran como niños a los que el intento de lavarlos provocaba llantos y pataleos. Ahí seguramente se encuentra la clave del famoso motín de Esquilache que se saldó con la destrucción a pedradas de los centenares de farolas colocadas en las calles de Madrid. Estaba convencido de que la mayor resistencia frente a la Ilustración venía de la iglesia católica que controlaba educación y moral, y aborrecía que interviniera en política, pero, hombre religioso y casto, no fue anticlerical. Si expulsó a los jesuitas para regocijo de los ilustrados, no es menos cierto que mantuvo incólume el edificio de la Inquisición e incluso convirtió en materia de honor la definición del dogma de la Inmaculada Concepción aunque el papa hizo oídos sordos a sus peticiones. La modernización que ansiaba exigía dar pasos que él rechazó. No sorprende que, a su fallecimiento, la Ilustración ya hubiera encallado en España.
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