Sábado, 20 de Abril de 2024

De Booker T. Washington A Obama: el largo camino de la emancipación negra

Lunes, 23 de Marzo de 2015

Hace un siglo, la población negra de Estados Unidos estaba sometida a una discriminación no pocas veces legal – el famoso “iguales, pero separados” – que la excluía de las escuelas, de no pocos puestos de trabajo y, por supuesto, de la política.

Es cierto que las enmiendas 13, 14 y 15 aprobadas tras la guerra civil le garantizaban la igualdad, pero una combinación de violencia como la del KKK y de normas locales habían convertido esos derechos en papel mojado. En términos generales, sus deseos de emancipación giraban en torno a tres personajes. El primero era Booker T. Washington que sostenía que los negros tenían que esforzarse en áreas como la educación, la formación profesional y la empresa de tal manera que, con el paso del tiempo, su progreso económico trajera la equiparación de derechos con los blancos. W. E. B. Dubois no negaba la parte de verdad que pudiera haber en la visión de Washington, pero insistía en que la plena igualdad de derechos debía ir paralela con los avances económicos. Finalmente, Marcus Garvey – entre cuyos seguidores se encontraba el padre de Malcolm X – sostenía con pesimismo que los negros nunca disfrutarían de igualdad en la sociedad norteamericana y que, por tanto, lo más realista era que regresaran al continente africano del que procedían sus ancestros. Sin que sus sueños se hicieran realidad, Booker T. Washington murió en 1915, Dubois – que asumió la nacionalidad ghanesa renunciando a la norteamericana – a inicios de los años sesenta y Garvey en 1940, deportado en Jamaica. A decir verdad, el gran paso adelante en la emancipación de los negros vino de la mano de un pastor evangélico llamado Martin Luther King. Empapado del protestantismo sureño y siguiendo la estrategia de la no-violencia de Gandhi, King aglutinó a los pastores de las iglesias negras provocando una conmoción moral a la que se acabaron sumando los rabinos judíos y los clérigos católicos así como una parte nada desdeñable de sus fieles. Sólo la presión de King – atacado desde todos los flancos cuando vivía y, posteriormente, asesinado – obligó a Kennedy a dar los primeros pasos en el terreno de la emancipación legal y lo que entonces se denominó integración, es decir, la presencia de los negros en los mismos restaurantes, espectáculos y centros educativos que los blancos. Con todo, el gran avance se produjo gracias al plan social del presidente Johnson conocido como la “Gran sociedad”. De hecho, la Historia de Estados Unidos ha quedado marcada por sus logros sociales. Su impulso a la educación – integrada – su creación de algo parecido a la sanidad pública y sus programas contra la pobreza lo sitúan entre los grandes. En el caso de los pobres, significó que el porcentaje de los norteamericanos en esa situación pasara del 22 por ciento a menos del 13. Por lo que se refiere a los negros, el porcentaje de pobres pasó del 55 por ciento en 1960 al 27 por ciento en 1968. El programa de la Gran sociedad quedó a medias fundamentalmente porque la guerra de Vietnam lo devoró presupuestariamente, pero sus resultados llegan hasta hoy. A partir de ese momento, fue raro el presidente que se atrevió a desandar frontalmente – lateralmente lo intentaron Nixon, Reagan o Clinton - lo avanzado. Con un presidente negro – sin duda, una circunstancia históricamente emblemática - es difícil negar que las semillas sembradas por King han dado excelentes frutos. Sin embargo, no han conseguido desarraigar totalmente algunos grandes males. El primero es el racismo que va en las dos direcciones. Por más que las parejas interraciales sean más comunes – aunque no tanto – que hace cincuenta años, la visión racista está presente y es utilizada de manera encubierta por los políticos. Muchos aplauden a Reagan porque acabó con las subvenciones para madres solteras calificadas sin rubor de “negritas”, es decir, en el fondo lo que se celebra no es que recortara el gasto público – que Reagan aumentó escandalosamente en áreas como el armamento – sino que redujera uno aprovechado por negros. Esa actitud subyace también en muchas de las críticas a Obama cuyas medidas de gobierno han sido ciertamente conservadoras, pero al que se ha tildado de comunista porque, en el fondo, son millones los que no soportan la idea de que “este negrito” – de nuevo la descalificación racial – haya llegado a la Casa Blanca. Ese racismo está presente también en la brutalidad policial hacia los negros y la benevolencia de los jurados hacia actos semejantes. Y no caigamos en el error de idealizar a ningún colectivo. Hay blancos que contemplan con óptica racista a los negros, pero el fenómeno inverso no es menos común. Y además existe el racismo de los hispanos hacia los negros – no pocas veces mucho más virulento que el de los blancos – o el de todos hacia los asiáticos a los que consideran un colectivo extraño y amenazante. Coloquen además el racismo hacia los árabes o asimilados y el cuadro será casi completo. Sin embargo, junto al innegable racismo, hay que señalar como el otro gran mal los efectos perversos de las políticas asistenciales. Aunque han ayudado a crear una clase media negra, no es menos cierto que han contribuido a favorecer la pasividad laboral, la creación de clientelas, el resentimiento de los que pagan impuestos, el machismo y la delincuencia desproporcionada en relación con otras etnias. Que negros de notable repercusión social hayan puesto de manifiesto una visión acentuadamente negativa de las políticas asistencialistas – nada extraño porque tanto Gandhi como el autor de estas líneas también han mostrado un aborrecimiento semejante – obliga a reflexionar. Ciertamente, el avance en medio siglo ha sido, sin duda, colosal, pero aún queda senda por recorrer.

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