Todo ello mientras reunía una de las mayores colecciones de reliquias de Europa y llenaba anaqueles de su biblioteca con libros de ciencias ocultas. Para algunos, se trata de su mejor rey, el que condujo a España al zenit de su gloria, el que gobernó sobre un imperio donde no se ponía el sol; para otros, no pasó de ser “el demonio del mediodía”, que arruinó a la nación por razones religiosas, aislándola de la modernidad. Algunos datos son, desde luego, objetivamente irrefutables. Felipe II arrojó a la hoguera a los protestantes españoles en distintos autos de fe, prohibió que los españoles estudiaran en universidades extranjeras, afirmó orgulloso que prefería perder territorios a gobernar sobre herejes – y lo consiguió – acumuló más bancarrotas que ningún gobernante de la Historia de España, no dudó en recurrir al crimen de Estado y, sin duda alguna, arrojó a los españoles a conflictos armados enormemente costosos que nada tenían que ver con los intereses nacionales. Ni la aventura desastrosa de la Armada invencible, ni la intervención de la guerra de los Tres Enriques, ni la manera en que se condujo la rebelión de Flandes fueron sensatas ni beneficiosas. Sin embargo, no todo fue negativo. Francia fue humillada al inicio de su reinado en la batalla de san Quintín; los turcos fueron contenidos en Lepanto en una empresa que pagó casi en exclusiva España; humilló a la oligarquía nobiliaria aragonesa y consumó la política territorial de los Reyes Católicos uniendo Portugal a España. Si al inicio de su reinado, España comenzaba a dar señales de cansancio y contempló con cierto alivio la desvinculación del imperio alemán, al final del mismo, resultaba obvio que se encontraba exhausta. En un par de generaciones, sobrevendría un desastre difícilmente evitable que hundía sus raíces en el reinado de Felipe II y en el de su padre, Carlos I.
Próxima semana: Don Juan de Austria