Supo dejar su huella magistral en la novela y en el relato – El Buscón, Los sueños… - e incluso se adentró con no poca fortuna en la reflexión filosófica y política. A diferencia de sus otros dos paisanos, su relación con la política fue profunda y trágica. Participó en la famosa Conjura de Venecia, supo lo que era verse apartado de la corte al caer el partido – el del duque de Osuna – en que había militado e incluso sufrió el destierro. El cambio generacional que significó la llegada al trono de Felipe IV volvió a catapultarlo hacia la cima y en 1632 incluso fue nombrado secretario del monarca. Solterón empedernido, fumaba y bebía sin moderación – llegó a llamársele Quebebo – siendo cliente habitual de los prostíbulos a pesar de tener una amante fija llamada Ledesma. Aquella imagen, poco compatible con la de la España de la Contrarreforma, intentó ser corregida por su valedor, el duque de Medinaceli, obligándole a casarse con una viuda llamada Esperanza de Mendoza. El matrimonio duró tres meses lo que no deja de ser revelador. Con todo, lo peor para él fueron su clarividencia y la sempiterna envidia hispánica. En su correspondencia personal, se aprecia que era consciente de que la nación iba al desastre enredada en guerras religiosas contrarias a sus intereses. En 1639, bajo la servilleta del rey se encontró un poema titulado Sacra, católica, real Majestad… donde se denunciaba la desastrosa situación nacional. Como consecuencia de aquel episodio, Quevedo fue desterrado al convento de san Marcos de León – aunque, en contra de lo que se afirma, la decisión no partió del Conde-duque de Olivares – de donde salió en 1643 para retirarse a Loeches y fallecer allí dos años después. Contradictorio - fue misógino y autor de la mejor poesía amorosa del XVII al igual que hombre de mundo y antisemita - nadie dominaría ya el español como él.
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