De manera bien significativa, quien escribió este párrafo fue un destacado miembro de la primera democracia de la Historia, la de Atenas, se llamaba Demóstenes y su exposición tiene ya casi veinticinco siglos de Antigüedad. A decir verdad, el paso de la democracia a la tiranía pasando por el populismo demagógico puede estar nuevamente de trágica actualidad, pero no es un fenómeno nuevo. Se base en una proclamación de socialismo (Venezuela, Bolivia, Ecuador), en un intento de remozar viejas teorías políticas (Argentina, Grecia, España) o en un mensaje nacionalista (Francia), más allá de lenguas o tradiciones, de naciones o de sistemas, su desarrollo es siempre el mismo aunque, en estos momentos, no se encuentre en estadios diferentes en las distintas naciones.
La primera fase de desarrollo de los populismos – da lo mismo si se trata del chavismo en Venezuela, del evismo en Bolivia, del kirchnerismo en Argentina, de Syriza en Grecia o de Podemos en España - ha estado vinculada a la corrupción, una corrupción que los partidos convencionales no han querido o no han podido comprender en todo su significado para desgracia de ellos y de sus naciones. Esa corrupción, sumada a una crisis económica mayor o menor, ha causado el suficiente cansancio y la suficiente cólera entre millones de ciudadanos como para que, en un acto de siniestra irresponsabilidad, hayan decidido votar a determinadas opciones políticas tan sólo porque prometían limpieza en la vida pública.
En la segunda fase, el uso de la demagogia y la utilización del enfrentamiento social proporcionan beneficios tangibles. El populismo busca la fractura social y la aprovecha. Si en Venezuela se ha enfrentado a los ricos con los pobres; en Bolivia se ha opuesto a los indígenas con los blancos; en España, se intenta lanzar a los jóvenes contra los viejos y en Francia o Alemania, a los nacionales contra los extranjeros. De hecho, no resulta difícil ver cómo, por ejemplo, el nacionalismo catalán no pasa de ser un populismo curiosamente subvencionado por aquellos a los que ataca. Semejantes divisiones de las distintas sociedades tienen no poco de artificial, pero apelan a sentimientos primarios y, precisamente por ello, bastan para movilizar a millones. En la tercera fase, tras conquistar el gobierno, los populistas procuran que las urnas que los llevaron al poder no puedan ya desalojarlos de él. Se llega así de manera natural a una cuarta fase - Demóstenes la hubiera reconocido porque la sufrió – en que los propósitos siniestros dan lugar a realidades inicuas. Se produce entonces el vaciamiento del sistema democrático y el dominio del gobierno sobre la judicatura, el ejército y los medios de comunicación, todo ello añadido a la persecución - no siempre conocida, pero brutal e implacable - contra los disidentes. El populismo - que había acabado con la democracia porque la corrupción la carcomía y los políticos no supieron prever el futuro – se convierte entonces en una tiranía en la que el estado pasa a ser repartido entre el tirano y sus seguidores.
En una quinta fase, a todo lo anterior se suma el empobrecimiento. En el Índice de miseria 2014 publicado por el Cato Institute, Venezuela ostenta el dudoso honor de ser el país más miserable del globo seguido a poca distancia por Argentina. Sin duda, la corrupción anterior era intolerable y causa de males innumerables, pero las supuestas bondades salvadoras de los populismos acaban quedando de manifiesto en las filas interminables ante los supermercados, en la desaparición de los artículos de primera necesidad y en el colapso de la economía nacional por más que se busque la alianza con regímenes totalitarios para evitarlo.
Esa es la trayectoria de los populismos a día de hoy aunque si bien en algunos casos el ciclo ha llegado hasta su final, en otros, no ha pasado de las primeras fases. Sin embargo, no cabe engañarse, la experiencia repetida de las últimas décadas – y de más de dos milenios – es que el populismo siempre se desemboca en la tiraní