Para los vencidos fue la oportunidad de cargar contra sus enemigos señalando que a punto estuvo Millán Astray de descerrajarle un tiro. Ambos manipularon interesadamente la verdad. Tras un paso efímero por el PSOE – del que soltó pestes – Unamuno se definió como liberal. Le horrorizó el frente popular que, mediante descarado pucherazo, subió al poder en febrero de 1936 y apoyó inicialmente el alzamiento de julio pensando que detendría lo que veía como el final de España. Apenas tardó en desilusionarse. El día del famoso choque con Millán Astray llevaba en el bolsillo de la chaqueta una carta que le había dirigido la esposa de Atilano Coco para que intercediera por él. Coco era el único pastor protestante de Salamanca y amigo de Unamuno y sería, efectivamente, pasado por las armas. Sobre el dorso de aquel sobre, Unamuno escribió unas apresuradas notas sobre lo que iba a decir. Se cuenta – quizá sea cierto – que, al agarrarse de su brazo Carmen Polo de Franco, lo salvó de que le dieran dos tiros como a tantos otros. La verdad es que, cobardemente, sus compañeros de claustro consiguieron que lo cesaran como rector y que Unamuno pasó sus últimos días atormentado por la mezcla de insania, de sadismo, de crueldad y de cobardía que había invadido España de norte a sur. Seguía viendo la pavorosa brutalidad de las izquierdas enzarzadas en una encarnizada lucha de clases y una horrenda matanza religiosa. Sin embargo, no se le escapaba el espanto creado por los alzados y fueron horripilantes los calificativos que dedicó a carlistas y, especialmente, a falangistas a pesar de la buena opinión que tenía de José Antonio. Sus últimas horas se tiñeron de un dolor indecible y, si creemos el testimonio de la persona que compartió sus postreros instantes, expiró clamando que Dios no podía abandonar a España. Aquel falangista testigo del fallecimiento comenzó a gritar que él no lo había matado. Cierto. A Unamuno le dieron muerto aquellos a los que denominó los “hunos” y los “hotros”.