El gobierno norteamericano, según McNamara, había exagerado el peligro real para Estados Unidos y había sido incapaz de leer las intenciones de sus adversarios. Además había infravalorado el papel que el nacionalismo jugaría convirtiendo a los norteamericanos no en libertadores sino en meros invasores a los ojos de millones de vietnamitas. Había creído que la superioridad tecnológica garantizaría el triunfo sin comprender que resultaba indispensable vencer en “la tarea de ganar los corazones y las mentes de gente de una cultura totalmente diferente”. Por añadidura, había hecho gala de una profunda ignorancia cultural a la hora de tratar tanto a enemigos como a aliados. Había pasado por alto que no tenía “el derecho dado por Dios de modelar a toda nación a nuestra imagen y como escojamos”. Igualmente, tampoco había sabido comprender que existen problemas internacionales que no tienen “soluciones inmediatas” y que actuar como si existieran sólo podía abocar al fracaso. McNamara confiaba en que aquella suma de equivocaciones que se habían traducido en la primera derrota militar de la Historia de Estados Unidos fueran aprendidas en un mundo donde había ya desaparecido la Unión Soviética y las realidades resultaban aceleradamente cambiantes. Poco podía imaginar que Rumsfeld, Cheney o George W. Bush nunca las tendrían en cuenta e incurrirían, uno tras otros, en los mismos errores que causaron la derrota de Vietnam. Quizá, como escribió el filosófo norteamericano Santayana, sea cierto que los pueblos que desconocen su Historia están condenados a repetirla.