Con todo, cuando se rodó El nacimiento de una nación, una película en la que se ensalzaba al Ku Klux Klan y se presentaba a los negros como verdaderas bestias, Griffith, su director, rindió tributo a Lincoln como verdadero padre de la nación. A día de hoy, muy pocos norteamericanos discutirían que si Washington logró la emancipación de la metrópoli británica, fue Lincoln el que permitió que tanto la nación como la democracia sobrevivieran. De hecho, el prestigio de Lincoln llegaría a ser tan considerable que cuando la Komintern logró reclutar a un batallón de americanos para combatir en la guerra civil española le dio también el nombre del presidente. Hace un par de años, incluso hubo quien se atrevió a escribir una novela de terror en la que aparecía como avezado caza-vampiros. Las causas de que la figura de Lincoln – interpretaciones aparte – no haya dejado de crecer en la consideración global son diversas y relevantes. La primera es, sin duda alguna, su defensa de la democracia como una forma de gobierno que constituía la “última mejor esperanza del género humano”. La única manera de oponerse a la tiranía, al despotismo, a la injusticia se hallaba a su juicio en la preservación del sistema democrático, un sistema que en su época sólo existía en Estados Unidos y que podía verse aniquilado a consecuencia de una institución como la esclavitud y de un fenómeno como el nacionalismo sureño. Si la especie humana iba a tener una esperanza, ésta se hallaba en la constitución de regímenes donde los hombres pudieran gozar del derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Cualquier sistema que limitara el recoger los frutos del esfuerzo personal, las libertades ciudadanas o la vida caminaba, aunque no lo supiera, hacia un despotismo peligroso y letal. La segunda razón fue la práctica personal de la democracia en Lincoln. Guste o no reconocerlo, la democracia contra lo que muchos pudieran pensar no puede sobrevivir cuando una minoría – como la encarnada en los nacionalistas sureños – subvierte los mecanismos legales para favorecer sus intereses o cuando se pretende que no existen principios morales superiores que resultan inalienables y que no pueden verse violados por una decisión política. No era lícito que el pueblo decidiera convertirse en esclavo, como tampoco puede serlo que decidiera someter a la esclavitud o a la muerte a una parte de los ciudadanos. Lejos de constituir meramente un mecanismo de sustitución de los ocupantes del poder político, para Lincoln la democracia estaba ligada indisolublemente a la defensa de determinados valores morales. Se apartaba así de la demagogia y del despotismo. Frente a la primera no pretendía que todos los hombres son iguales, pero sí que todos nacen con unos derechos iguales; frente al segundo, insistía en la posesión de derechos irrenunciables. La tercera de las razones por las que Lincoln continua conservando su actualidad es su convicción de que la democracia no había nacido en el vacío sino que hundía sus raíces en la cosmovisión contenida en la Biblia. Lincoln procedía de una familia de disidentes que había marchado a América en busca de libertad religiosa. Repudiaba así la idea de un estado confesional (como los Padres fundadores) y no hubiera identificado nunca la Verdad con el credo de una confesión concreta. Sin embargo, al mismo tiempo, era consciente de que la Verdad existía y que esa Verdad contenida en las Escrituras era la base y el apoyo más sólido de la democracia. Era, por ejemplo, el libro del Génesis con su afirmación de que todos los hombres habían sido creados a imagen y semejanza del Todopoderoso Dios el que legitimaba la Declaración de independencia que insistía en que todos los hombres fueron creados iguales y detentadores de algunos derechos inalienables. Precisamente por ello, Lincoln podía apelar a principios morales superiores que apuntaban a la esclavitud como una institución perversa de deseable desaparición (por más que la mayoría de los sureños pensara lo contrario) y, a la vez, podía mostrarse magnánimo con aquellos que habían puesto en peligro la existencia de la nación. Convencido de que, tal y como enseñó Jesús, es una práctica conveniente la de no juzgar para no ser juzgados, Lincoln abogó por una política de mano tendida hacia los derrotados. La causa del Sur había sido equivocada e incluso inicua, pero muchos la habían defendido no sólo con valor sino también con nobleza y, sobre todo, con la convicción de que era justa. Por otro lado, junto a su culpa mayor, nadie podía negar la menor de aquellos que en el norte habían consentido en la esclavitud. Según Lincoln, Dios era el único juez de la Historia y, siquiera en parte por esa razón, la democracia debía buscar más cerrar heridas y reintegrar a los rebeldes que ejecutarlos. Como señalaría en su segundo discurso de jura presidencial, rechazaba una visión del conflicto en blanco y negro y, a la vez, deseaba actuar “con malicia hacia nadie y con caridad hacia todos”.
Esta convicción en la base bíblica de su cosmovisión confirió a las posiciones de Lincoln una fortaleza y una dignidad especiales a la vez que dotó a su vida de una sobresaliente capacidad de resistencia frente a luchas y amarguras. Su vida familiar – su esposa padecía una enfermedad mental y perdió a causa de la enfermedad a hijos más que amados – no estuvo exenta de pesares y dolor. Lo mismo puede decirse de su trayectoria antes y después de llegar a la Casa Blanca. A pesar de todo, como en el momento álgido de la batalla de Antietam Creek, siempre contó con el recurso de acudir a Dios no tanto para pedir Su ayuda para sus propósitos personales sino para solicitar Su luz a fin de sumarse a Sus fines. En esta terrible brega que duró años y que llegó a su consumación durante los tiempos difíciles de la guerra civil, Lincoln no se vio libre de tensiones. Sufría con las bajas de sus tropas y con la sangre derramada de las ajenas, con la perspectiva de la devastación y con el temor a una paz para los vencedores únicamente. Lamentaba de manera especial que el bien tuviera que ser conseguido por las bayonetas y los cañones. Al igual que los cuáqueros, a los que tanto apreciaba, era víctima de un dilema moral que le obligaba a escoger entre la guerra hasta el final para garantizar la supervivencia de la democracia y el triunfo de la libertad o la paz sumada a una derrota que significarían el final del primer experimento democrático de la Edadcontemporánea. Lo que estaba en juego era, como señaló en la alocución de Gettysburg, si “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” sería arrancado de la faz de la Tierra. Sin embargo, confiaba que en esa lucha que era la del Dios que había creado a todos los hombres iguales contaría también con Su ayuda. Así, finalmente, quedaría de manifiesto que, como indicó en otro de sus discursos, era una obligación moral de todo el género humano ponerse en pie para defender resueltamente aquellos derechos inalienables conferidos por el Creador.
En un Occidente que se ha convertido en un archipiélago de libertades rodeado por un océano de totalitarismos, pero que también ha olvidado que la Historia siempre cobra onerosas facturas a los que deciden actuar en contra de unos principios morales superiores, ese mensaje y esa trayectoria vital no sólo sigue conservando vigencia sino que presenta una urgencia ineludible.