Hay dos personajes que constituirían la clave del ministerio profético en esta época: Jeremías y Ezequiel. Aunque Isaías, otro de los profetas mayores, nos subyugó con su extraordinario polifacetismo, Ezequiel y especialmente Jeremías lo superaron en patetismo y en la descripción autobiográfica de la colosal tarea de un profeta. Leer a Jeremías – y con él nos quedaremos varias semanas – es descubrir a un profeta más de lo que hemos visto en Amós, en Oseas o en Habacuc. Es asomarse a las luchas internas, es adentrarse en sus ilusiones y frustraciones, es descubrir a sus enemigos y los de Dios, es percibir, siquiera por unos instantes, lo que significa ser profeta advirtiendo a los seres humanos de aquello que Dios desea decirles.
Pero, antes de hablar de Jeremías, detengámonos en su contexto. La reforma de Josías fracasó y, tras su muerte, de manera expresa, el pueblo de Judá volvió a sumirse en la religiosidad popular y en la idolatría. Mientras tanto el rey Joaquín demostraba ser el típico déspota más interesado en su disfrute que en su pueblo. Al inicio de su reinado, descontento con el palacio de su padre, reunió fondos y se construyó otro nuevo, un episodio que provocó la clara censura de Jeremías (Jeremías 22: 13-19). Sin embargo, la mayoría interpretó lo que sucedía como la consagración de la vieja teología. Regresaron al culto a la reina del cielo (Jeremías 44: 17 ss) - ¿les suena? – volvieron a las prácticas religiosas idolátricas (7: 16-18; 11: 9-13 ss) y, por supuesto, la moralidad brilló por su ausencia (Jeremías 5: 26-9). Por supuesto, hubo un testimonio profético, pero se encontró con una abierta hostilidad (26: 20-23).
Y entonces el panorama internacional comenzó a cambiar. En el año 605 a. de C., Nabucodonosor II, rey de Babilonia, derrotó a los egipcios en Jeremías 46: 2 ss. Nabucodonosor tuvo que interrumpir la campaña al saber de la muerte de Nabolopasar, pero a finales del 604 a. de C., se encontraba de nuevo en la llanura de Palestina y destruyó a Ascalón (Jeremías 47: 5-7). Acto seguido, algunos de los personajes más relevantes fueron deportados a Babilonia.
El desastre se correspondía con lo que habían anunciado los profetas y en 604 a. de C., Jerusalén celebró un ayuno (Jeremías 36: 9). Joaquín decidió jugar sobre seguro y aceptó convertirse en vasallo de Babilonia (2 Reyes 24: 1), pero esperaba volver a aliarse con Egipto. A finales del 601, Nabucodonosor chocó con el faraón Neco cerca de la frontera. Ambas partes sufrieron pesadas pérdidas y Joaquín consideró llegado el momento de alzarse contra Babilonia (2 Reyes 24: 1). En alianza con fuerzas de Moab, Aram y Moab, Joaquín hostigó a Babilonia. En el 598, el ejército de Babilonia se encaminó a acabar con esa situación. El mismo mes, Joaquín murió muy posiblemente asesinado (Jeremías 22: 18 ss; 36: 30).
Lo sucedió su hijo Jeconías que sólo tenía dieciocho años. Al cabo de tres meses, en marzo del 597 a. de C., la ciudad se rindió. El rey, la reina madre, los funcionarios superiores y algunos ciudadanos de especial relevancia – además de un cuantioso botín – fueron llevados a Babilonia. El tío del rey Matanías, también conocido como Sedequías, lo sustituyó en el trono.
Tras aquella cadena de golpes, en los que los dirigentes habían demostrado su egoísmo y su incapacidad y el pueblo había vuelto la espalda a la enseñanza de la Palabra para entregarse a acciones de culto a la reina del cielo y otras conductas contrarias a la enseñanza del único Dios verdadero se habría esperado una reacción ante el cumplimiento que, poco a poco, iban teniendo las palabras de los golpeados profetas. Pero lo que sucedió fue muy diferente.
CONTINUARÁ