Ya hace más de tres décadas, comencé a trabajar con documentación soviética sobre el conflicto y de ahí empezaron a brotar fogonazos de luz que, año a año, fueron extendiendo ante mi un fresco muy distinto al de los autores interesados en vender una u otra versión. Yo no soy de los que creen que fue la lucha de la democracia contra el fascismo ni el primer capítulo de la primera guerra mundial. Tampoco pienso que se tratara de la defensa de la libertad contra el totalitarismo. En realidad, creo que si tuviera que definir la guerra civil española lo haría como un inmenso fracaso colectivo. En aquella matanza perfectamente evitable quedó de manifiesto el fracaso de una monarquía que pudo modernizar España y que se fue deshilachando; el de una clase política que – con excepciones como Canalejas o Dato – estaba más interesada en su grupito que en la nación; el de una iglesia católica que – con todas las excepciones que se quiera – estuvo mucho más preocupada por mantener privilegios de siglos y coartar la libertad ajena que por servir de puentes entre las clases; el de una izquierda que jamás se acercó ni de lejos a la de naciones como Gran Bretaña o los países escandinavos y que no concibió otra salida que la de convertirse en otra nueva iglesia no menos dogmática que la oficial; el de un nacionalismo catalán y otro vasco surgidos en las sacristías – incluso con visiones – que no supieron concebir la convivencia pacífica sino sólo el destejimiento nacional como vía para unas ambiciones tan desmesuradas como ridículas; el de una masonería que no había dudado durante décadas en traicionar a la propia nación a diferencia de lo sucedido en Francia o Gran Bretaña y el de una población, en general, con enorme dificultad para entender y aceptar al que pensaba de otra manera, temerosa siempre de verse agredida y dispuesta a ser la primera en agredir. De aquella guerra sólo podía surgir una dictadura – otro “mérito” que hay que atribuir a los españoles – porque los dos bandos sólo aspiraban a imponerse sobre el otro a sangre y fuego. En ambos casos, cualquiera de las dictaduras, salvo si la segunda guerra mundial hubiera afectado a España en un nuevo y peor baño de sangre, habría durado décadas como sucedió con la de Franco. Sobre ese triste suelo estalló una guerra fratricida y una dictadura nacional-católica que duró casi cuarenta años, ésos fueron los resultados de una sangría fratricida que muchos se empeñan todavía en incensar.