Las autoridades del Templo habían decidido hacía tiempo acabar con Jesús y semejante resolución se había ido fortaleciendo durante los días previos a la Pascua. A fin de cuentas, no sólo había permitido que la gente – los inmundos am-ha-arets – lo aclamaran como mesías sino que además se había permitido limpiar el Templo dejando de manifiesto las sucias corruptelas a que estaba sometido el recinto sagrado. Para colmo, los intentos de desacreditarlo habían fracasado estrepitosamente dejando en ridículo a los que lo habían intentado. Era obvio que la única salida viable era acabar con su vida. Sin embargo, llevar a cabo semejante propósito planteaba algunos problemas de no escasa importancia. El menor, desde luego, no era el de cómo prender a Jesús. Prudentemente, éste había evitado pasar la noche en Jerusalén para evitar que lo detuvieran. Presumiblemente, celebraría la Pascua en la ciudad, pero esa circunstancia no facilitaría las cosas. Durante la festividad, la Ciudad Santa se llenaba de peregrinos – centenares de miles – y no sería sencillo encontrar, identificar y detener a Jesús. Precisamente por todo eso, el que Judas, uno de sus discípulos más cercanos, se hubiera puesto en contacto con ellos ofreciéndose a entregarlo les había causado una gran alegría (Lucas 22, 5; Marcos 14, 11).
Como en todas las traiciones, una de las cuestiones que debía quedar aclarada desde el principio era el precio. Las autoridades del Templo distaban mucho de ser ingenuas acostumbradas como estaban a chapotear cotidianamente en un mar de corruptelas, violencia y sobornos, tal y como reconocen las propias fuentes judías. Precisamente por ello debieron captar que Judas aceptaría una cantidad por su traición que no resultaría excesiva. Le ofrecieron así treinta monedas de plata, aproximadamente, el salario de un jornalero por un mes de trabajo. No tenemos la menor noticia de que Judas regateara con sus interlocutores. A esas alturas, estaba más que desengañado de Jesús; muy posiblemente, sospechaba que éste había descubierto su conducta inapropiada y debió pensar que, como mínimo, sacaría algo del error de haberlo seguido durante más de tres años. Aceptó. Como en tantos traidores, el resentimiento, la decepción, el rechazo hacia lo que una vez se ha amado pesaron más que el dinero. Desde ese momento, Judas se aplicó a la tarea de dar con la mejor manera de entregar al que había sido su Maestro (Lucas 22, 6; Marcos 14, 11; Mateo 26, 16).
Con posterioridad, los seguidores de Jesús encontrarían en el episodio de la traición y en el precio fijado el cumplimiento de la profecía de Zacarías (11, 12-13) donde se afirma que el propio YHVH sería valorado por treinta monedas de plata. De esa manera, se verían confirmados en su creencia en la mesianidad de Jesús. Sin embargo, mientras tenían lugar los hechos, los discípulos andaban muy lejos de pensar en una posible traición.
CONTINUARÁ