A pesar de su entrega y dedicación, Lutero no encontró la paz espiritual en la vida monástica. Por el contrario, su sensibilidad espiritual le conduciría por un camino muy diferente.
Aún más relevante que el avance en el terreno académico fue la evolución espiritual que experimentó el joven Martín durante aquellos años de juventud. El ambiente que Lutero encontró en el convento constituía una acentuación del espíritu católico de la Baja Edad Media que se resumía en un énfasis extraordinario en lo efímero de la vida presente y en la necesidad de prepararse para el Juicio de Dios del que podía depender el castigo eterno en el infierno o, aún para aquellos que fueran salvos, los tormentos prolongadísimos del Purgatorio. Esta cosmovisión puede resultar chocante para muchos de nuestros contemporáneos, pero resultaba indiscutiblemente cierta y clara para la mayoría de los contemporáneos de Lutero. Además era determinante ya que convertía, de forma lógica, los años de la vida presente en un simple estadio de preparación para la otra vida y contribuía a subrayar la necesidad que cada ser humano tiene de estar a bien con Dios.
Al entrar en el convento, Lutero había recibido la promesa de que la obediencia a la regla le garantizaría la vida eterna. Según propia confesión – y todo indica que no exageraba – “fui un buen monje, y cumplí estrictamente con mi orden, de tal manera que podría decir que si la vida monástica pudiera llevar a un hombre al cielo, yo habría entrado: todos mis compañeros que me conocieron puedan dar testimonio de ello”[1]. De hecho, por citar otra referencia autobiográfica, no tenía “otros pensamientos que los de guardar mi regla” [2]. Como ha señalado Lortz, la vida de Lutero en el monasterio no sólo fue correcta, sino que además en ella sólo buscó someterse a Dios [3]
Al entrar en el convento, el maestro de novicios le dio Las vidas de los Padres y durante un tiempo, el joven Martín se sintió sometido a la sugestión de aquellas existencias vividas en el ascetismo hasta el punto de que fantaseó con la idea de ser un santo que viviría en el desierto de algunas verduras, raíces y agua fría [4]. Además, Martín se entregó con entusiasmo al ayuno y a la oración sobrepasando el comportamiento habitual de otros monjes [5]. El primer año en el convento transcurrió “pacífico y tranquilo” [6], pero poco después comenzaron los problemas.
Se ha especulado notablemente con el carácter de los problemas que se le presentaron al joven Martín y ha formado parte de cierta apologética antiluterana (hoy muy superada) el conectarlos con las tentaciones carnales. Lo cierto es que Martín estaba sorprendido del tormento que significaron para san Jerónimo durante años[7] ya que a él no le atormentaron “las mujeres sino problemas realmente espinosos”[8]. Esta sensación se fue agudizando a medida que Lutero captaba en profundidad – y vivía - los engranajes del sistema católico de salvación. De acuerdo con aquel, la misma estaba asegurada sobre la base de realizar las buenas obras enseñadas por la iglesia y de acudir, a la vez, al sacramento de la penitencia de tal manera que, en caso de caer en pecado, tras la confesión, quedaran borrados todos los pecados cometidos después del bautismo. Para los católicos de todos los tiempos que no han sentido excesivos escrúpulos de conciencia, tal sistema no tenía porqué presentarse complicado ya que el concepto de buenas obras resultaba demasiado inconcreto y, por otro lado, la confesión era vista como un lugar en el que podía hacerse, expresado de manera pedestre, borrón y cuenta nueva con Dios. Sin embargo, para gente más escrupulosa o inquieta espiritualmente, como era el caso de Lutero, el sistema era fuente de intranquilidad espiritual.
En primer lugar, se encontraba la cuestión de la confesión. Para que ésta fuera eficaz resultaba indispensable confesar todos y cada uno de los pecados pero ¿quién podía estar seguro de recordarlos todos? Si alguno era olvidado, de acuerdo con aquella enseñanza, quedaba sin perdonar y si ese pecado era además mortal el resultado no podía ser otro que la condena eterna en el infierno. Como señalaría el propio Lutero, “cuando era monje, intentaba con toda diligencia vivir conforme a la regla, y me arrepentía, confesa y señalaba mis pecados, y a menudo repetía mi confesión, y cumplía diligentemente la penitencia impuesta. Y, sin embargo, mi conciencia no podía darme nunca certeza, sino que siempre dudaba y decía: “No lo has hecho correctamente. No has estado suficientemente contrito. Te has dejado eso fuera de la confesión”. Y cuanto más intentaba remediar una conciencia insegura, débil y afligida con las tradiciones de los hombres, más me la encontraba cada día insegura, débil y afligida” [9].
Semejante visión no era poco común en la época. De hecho, había indicado el carácter de santidad de algunos personajes conocidos. Tal fue el caso, por ejemplo, de Pedro de Luxemburgo, asceta siempre cubierto de suciedad y de parásitos, que manifestó siempre una extraordinaria preocupación por los pecados más nimios. Todos los días apuntaba sus pecados en una cedulilla y cuando, por ejemplo por ir de viaje, no le resultaba posible, llevaba a cabo esa tarea después. A medianoche se levantaba con frecuencia para confesarse con alguno de sus capellanes que, no pocas veces, se hacían los sordos y se negaban a abrirle la puerta de sus dormitorios para administrarle el sacramento de la penitencia. De dos o tres confesiones a la semana, pasó a un par de confesiones diarias y, cuando falleció de tisis, se encontró un cajón lleno de cedulillas donde aparecían recogidos los pecados de toda su vida. El joven Martín, desde luego, no llegó a esos extremos que arrancaron de la práctica de anotar los pecados y que ya tuvo manifestaciones en el s. VII.
En segundo lugar, y aparte de la dificultad de llevar a cabo una confesión realmente exhaustiva, Lutero comprobaba que las malas inclinaciones seguían haciéndose presentes en él pese a que para ahuyentarlas recurría a los métodos enseñados por sus maestros como el uso de disciplinas sobre el cuerpo, los ayunos o la frecuencia en la recepción de los sacramentos. Cuando su director espiritual le recomendó que leyera a los místicos, Lutero encontró un consuelo pasajero, pero, finalmente, éste acabó también esfumándose. El sistema no era suficiente para remediar su desasosiego.
No cabe duda de que comportamientos como los descritos – y el de Lutero, sin duda, resultaba relativamente moderado - se enraizaban en una concepción bien firme de la justicia de Dios. En una sociedad como la nuestra donde, en amplios sectores, el concepto de pecado ha desaparecido, donde la permisividad frente a ciertas conductas inmorales es la dominante y donde se ha ido extendiendo una imagen de Dios que recuerda más a un abuelito condescendiente y, en el fondo, estúpido que al Señor que ama la justicia y la rectitud, la conducta de Lutero puede llamar la atención. Es dudoso, sin embargo, que el fallo de apreciación se encuentre en el entonces monje y no en nuestros comportamientos. Lutero, a fin de cuentas, tenía un concepto de Dios nacido directamente de las Escrituras donde se enseña que el Señor no dejará sin castigo ninguna injusticia ni puede tolerar que Su ley sea quebrantada ni que ningún culpable quede impune. Dios visita “la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen” (Éxodo 20, 4); anunciaba a Israel el castigo por los pecados (Éxodo 32, 34), castiga a los pueblos (Salmo 149, 7) y, en palabras del propio Jesús, castiga a los injustos al castigo eterno (Mateo 25, 46).
El primer problema que se desprende de semejante visión es el veredicto de culpabilidad humana del que Lutero – y, dicho sea de paso, cualquier otro ser humano – no podía escapar. ¿Cómo reconciliarse con un Dios que exige justicia y lo hace de una manera tan tajante y, si se nos permite la redundancia, justa? ¿Mediante buenas obras? Ya el profeta había anunciado que nuestras buenas obras, comparadas con la justicia de Dios, son semejantes a trapos de inmundicia, los mismos paños que las mujeres utilizan durante su menstruación (Isaías 64, 6). Pero es que además cualquier persona con la suficiente sensibilidad espiritual sabe hasta qué punto nuestros comportamientos distan mucho de ser totalmente puros y limpios, pero, sobre todo, es consciente de que no van a equilibrar el mal hecho ni sirven como reparación y pago. Por lo que se refería al sacramento de la penitencia, como ya hemos señalado, Lutero hallaba en él los mismos problemas que no pocos católicos responsables.
Fue entonces cuando su superior decidió que quizá la solución para la angustia de Martín podría derivar de un cambio de aires espirituales. El ambiente del monasterio quizá tenía efectos asfixiantes sobre alguien tan escrupuloso como Lutero. Era posible, por lo tanto, que la solución se hallara en que dedicara más tiempo al estudio y en que después se dedicara a labores docentes en un mundo más abierto. Así se le ordenó que se preparara para enseñar Sagrada Escritura en la universidad de Wittenberg. Esa decisión iba a cambiar radicalmente no sólo la vida del joven Martín sino también la Historia universal.
CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (I): Un monje llamado Lutero (IV): los primeros años (IV): el descubrimiento de la Biblia
[1] WA 38.143.25.
[2] WA 47.92.10; 40.II.15.15; 43.255.9.
[3] J. Lortz, Reforma…, p. 178 y 181.
[4] WA 40.II.103.12.
[5] WA 40.II.574.8. La entrega al ayuno, según Lutero, hubiera sido suficiente para salvarse en el caso de que efectivamente garantizara el ir al cielo (WA 40.II.453.8).
[6] WA 8.660.31.
[7] TR 1.240.12 y TR 1.47.15.
[8] TR 1.240.12; TR 1.47.15.
[9] WA 40.II.15.15; WA 40.I.615.6; WA 26.12.12.