Poco puede dudarse de que la lectura del comentario sobre Romanos nos revela a un Lutero que no advertía contradicciones y que si ya cuestionaba el funcionamiento del sistema eclesial en el que vivía, todavía no dudaba de su legitimidad. Lo que deseaba era que el papa y los obispos abandonaran su mal comportamiento – caracterizado por el ansia de poder y de riquezas – y se volvieran hacia el pueblo al que estaban obligados a atender entregándoles el Evangelio. Denunciar esa situación era una obligación suya como profesor de la Palabra:
“Mi disgusto me impulsa a hablar y mi oficio me exige que lo haga. La enseñanza se entiende con mayor claridad cuando su relación con las circunstancias del tiempo presente son más claras. Debo cumplir con mi deber como profesor que realiza su trabajo con autoridad apostólica. Mi deber es hablar de lo que veo que sucede y que no es justo, incluso en las esferas más elevadas” (WA 56, 480, 3-7)
Ese disgusto se extendía, por ejemplo, al comportamiento de pontífices como Julio II, gran mecenas renacentista y notable político, pero poco escrupuloso a la hora de imponerse mediante la guerra:
“¡Eso no es pecado! ¡La caída escandalosa y total de toda la curia pontificia! Es el sumidero más repugnante de porquería de toda clase, de lujuria, de pompa, de avaricia, de ambición y de sacrilegio” (WA 56, 480, 10 ss)
Para Lutero – y en eso ni era original ni estaba solo – el poder temporal de la iglesia católica era raíz de no poco perjuicio espiritual, razón por la que sería más conveniente que los asuntos temporales dependieran de la administración civil:
“Los dirigentes eclesiásticos cultivan la extravagancia, la avaricia, la lujuria y la rivalidad. Resultaría mucho más seguro que los asuntos temporales del clero fueran colocados bajo el control del brazo secular” (WA 56, 478, 30 ss)
Pero donde ese tipo de conducta, tan apartada del Evangelio, resultaba más escandalosa era en lo tocante a las cuestiones espirituales. Al comerciar con ellas, al pretender obtener un beneficio meramente económico, al desatender la predicación del Evangelio, se estaba apartando al pueblo llano del Cristo al que, precisamente por razón de su obligación, debían acercarlo:
“Tanto el Papa como el alto clero, que son tan liberales al garantizar indulgencias para el sostenimiento material de las iglesias, son más crédulos que la credulidad misma. Ni por el amor de Dios son igual – o más – solícitos a la hora de dedicarse a la gracia y al cuidado de las almas. Han recibido gratis todo lo que tienen y deberían darlo gratis. “Pero se han corrompido y se han convertido en abominables en sus comportamientos” (Salmo 14, 1). Se han equivocado de camino y ahora están apartando al pueblo de Cristo del verdadero culto a Dios” (WA 56, 417, 27 ss).
A estas alturas – es importante incidir en ello – el pensamiento fundamental de Lutero estaba cuajado en sus líneas maestras. Por un lado, hallamos la preocupación porque se anuncie el Evangelio de la gracia de Dios, un Evangelio que anuncia la justificación por la fe en el sacrificio de Cristo en la cruz y, por otro, percibimos su inquietud ante la necesidad de reformar moralmente a una jerarquía que no cumple con sus obligaciones pastorales de comunicar el Evangelio porque se encuentra más preocupada por el poder humano y la acumulación de riquezas. Esta visión de Lutero, sin embargo, no era vivida como algo incompatible con su permanencia en el seno de la iglesia católica y no puede extrañar que así fuera porque las críticas a las costumbres del clero o al comportamiento de los papas que encontramos en la época no pocas veces son mucho más aceradas. A fin de cuentas, Erasmo de manera pública - ¡y popular! – se permitió excluir de los cielos al papa Julio II en una de sus obras más jocosas y chispeantes.
CONTINUARÁ