El agustino insistió en que el papa podía errar y, de hecho, había errado – una cuestión imposible de negar siquiera por la existencia de papas herejes como Vigilio y Honorio durante la Edad Media - en que sus decretos eran aceptables tan sólo en la medida en que coincidieran con la Biblia; en que los Padres tenían razón al asegurar que un concilio era superior al papa y en que el papa y su Quinto concilio laterano se habían equivocado al abrogar el de Basilea. Por añadidura, la opinión de cualquier cristiano individual, si se basaba en la Biblia y en la razón, podía ser preferible a los decretos papales. Lutero insistió además en que la justificación por la fe era una doctrina bíblica y que sin fe, el sacramento de la penitencia arrastraba al cristiano a la condenación. Finalmente, concluyó que no se podía pedir a nadie que violara su conciencia.
La exposición de Lutero, breve, pero sólida, constituía sin que él pudiera saberlo, una formulación clara de lo que sería la fe de la Reforma. En primer lugar, afirmaba el predominio de la Escritura sobre cualquier otro criterio teológico; en segundo lugar, subrayaba la creencia en la salvación por sola gracia a través de la fe y, en tercer lugar, defendía la afirmación de la libertad de conciencia frente a cualquier entidad sin excluir las autoridades eclesiales.
Las afirmaciones de Lutero sacaron de quicio a Cayetano. Elevó la voz, repitió sus puntos de vista y exigió a Lutero que se retractara amenazándolo con la totalidad de las penas eclesiásticas. El tono mostrado por el cardenal impedía a Lutero responder de manera que también alzó la voz. La respuesta de Cayetano fue gritar más aún y ordenar al agustino que desapareciera de su presencia y que no volviera a aparecer salvo que fuera para retractarse.
La manera en que había concluido el tercer encuentro entre Cayetano y Lutero no había sido precisamente halagüeña y existían razones sobradas para que el agustino temiera por su vida y para que sus amigos y acompañantes se vieran embargados por la consternación. A pesar de todo, el cardenal decidió realizar un último esfuerzo para llevar a buen puerto la misión que le había encomendado el papa. Así, mandó llamar a Staupitz y le ordenó que convenciera a Lutero para que se retractara. A esas alturas, sin embargo, Staupitz tenía una visión de la situación notablemente exacta. Informó, por lo tanto, a Cayetano de que Lutero no cambiaría de opinión a menos que pudieran convencerlo de que estaba equivocado sobre la base de la Biblia.
En apariencia, la situación había llegado a un punto muerto, pero Staupitz no daba todo por perdido. Apoyado por Link suplicó a Lutero que escribiera una carta humilde y respetuosa en la que pidiera perdón por haberse referido al papa de manera indiscreta y en la que se comprometiera a guardar silencio siempre que sus enemigos hicieran lo mismo. El agustino obedeció a sus superiores y además en la misma misiva, señaló que estaba dispuesto a retractarse si así lo ordenaba su vicario general y los argumentos estuvieran basados en las Escrituras y no en la filosofía tomista. Igualmente, suplicaba al cardenal que remitiera todo el asunto al papa para que se examinaran con tiempo suficiente los puntos dudosos y una vez que hablara así la iglesia, se sometería.
El escrito de Lutero – ciertamente, un puente para llegar a un arreglo - fue recibido con un silencio sepulcral. Durante un par de días, Staupitz fue presa de la inquietud temiendo que la suerte de Martín estuviera echada. De hecho, comenzó a recorrer Augsburgo reuniendo fondos para enviar a algún destino en el extranjero a Lutero, por ejemplo, a la universidad de París que destacaba desde hacía tiempo por su posición anti-papal. Al mismo tiempo, Staupitz escribió al elector para informarle de que la suerte de Lutero estaba echada en la medida en que Cayetano amenazaba con arrojarlos a ambos en prisión. Por su parte, había intentado mediar de manera favorable, pero tenía que reconocer que había fracasado en el intento. Sólo le quedaba un paso por dar y lo ejecutó inmediatamente. Liberó a Lutero de sus votos monásticos para facilitarle así la huida y emprendió una apresurada salida de Augsburgo en compañía de Link sin siquiera despedirse del cardenal.
A esas alturas, Staupitz temía que el peso del poder eclesial cayera sobre su antiguo discípulo y sobre él mismo, pero semejante circunstancia no lo había predispuesto en su contra. Por el contrario, en el momento de la despedida, le dijo: “Recuerda que comenzaste todo este asunto en el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. Con esas palabras, Staupitz venía a resumir el corazón del caso Lutero. Todo lo había iniciado el agustino no para defender sus intereses personales, no para avanzar su posición de poder, no para acumular más riquezas ni tampoco para salvaguardar sus privilegios. Semejantes motivaciones estaban presentes – ¡y de qué manera! – en sus enemigos. Él, por el contrario, había sido movido por el amor al Evangelio de la gracia expresado en la cruz de Cristo y por el amor pastoral hacia Sus ovejas.
CONTINUARÁ
La Reforma indispensable (XXIII): El proceso Lutero (IV): de la fuga a Eck