El 18 de octubre, escribió una carta “al papa mal informado que debería estar mejor informado”. En la misiva insistía en que sus posiciones habían sido tergiversadas y que estaba dispuesto a someterse a una audiencia en cualquier lugar que no fuera Roma ya que, en esa ciudad, el mismo papa había estado a punto de ser asesinado el año anterior. Las dos afirmaciones, dicho sea de paso, eran rigurosamente ciertas.
También escribió Lutero al cardenal Cayetano despidiéndose formalmente. Cayetano no se dignó responder y los partidarios de Lutero interpretaron aquel silencio como un pésimo presagio.
Durante la noche del 20 al 21 de octubre, Lutero fue despertado por un hombre de confianza de su amigo el canónigo Langenmantel. Sin darle tiempo a despejarse, fue empujado hasta la puerta de atrás y colocado sobre un caballo sin calzones ni botas. Sin una sola parada, fue llevado al galope hasta una aldea llamada Murheim, situada a una cincuentena de kilómetros. Lutero se desplomó al llegar a un establo y, a causa del dolor y del agotamiento, no pudo emprender el viaje durante un día completo que pasó oculto. Después partió hacia Wittenberg a través de Nuremberg. En esta ciudad, fue recibido calurosamente y recibió una copia de su orden de arresto, una circunstancia a la que había escapado por muy poco.
Cayetano estaba furioso después de que se le hubiera escapado una presa que daba por segura. Inmediatamente, escribió una carta muy áspera al elector Federico quejándose de lo que consideraba el comportamiento insolente de Lutero. Al final de la misiva, el cardenal se refería al agustino despectivamente como frailecillo (fraterculus). Federico pasó la misiva a Lutero que escribió una respuesta larga y sopesada – en ello le iba la vida – en la que acusó a Cayetano de romper las promesas que había formulado al Elector puesto que no había tenido lugar ninguna discusión y además se le había juzgado sin escucharlo. Sin embargo, Lutero no estaba dispuesto a que su situación significara riesgo alguno para el príncipe y la concluía afirmando: “Estoy dispuesto a dejar vuestro territorio y a marcharme a donde el Dios misericordioso disponga que vaya”.
Todo esto sucedía mientras Lutero se veía situado en unas circunstancias extraordinariamente perjudiciales. Al regresar a Wittenberg, procedió a escribir un relato de su entrevista con Cayetano y el texto de una apelación a un concilio general ante el que pudiera exponer con libertad su causa. Su intención no era publicarlo, sino conservarlo para el caso de que se produjera una reacción del papa en su contra. Sin embargo, sin conocimiento de Lutero, el texto salió a la luz. La gravedad de esa circunstancia puede comprenderse si se tiene en cuenta que la bula Execrabilis de 1460 condenaba como herejía el hecho de apelar a un concilio general. Al situarse en ese terreno, Lutero se convertía automáticamente en hereje, se veía privado del derecho de apelación por la ley canónica e impedía prácticamente que el Elector Federico le siguiera protegiendo salvo que deseara verse sometido a las más graves penas canónicas.
Por su parte, el 25 de octubre, Cayetano había remitido al papa un nuevo estudio sobre las indulgencias con un informe sobre el caso Lutero. La curia utilizó aquel material como base para una decretal de fecha 9 de noviembre que fue entregada a Carlos von Miltitz a fin de que se la hiciera llegar al cardenal. El texto – que iba dirigido contra “un cierto religioso en Alemania” - no pasaba de ser una reafirmación de la interpretación tomista-dominica de las indulgencias y del poder absoluto del papa en esta materia. No contenía, sin embargo, la menor referencia a los abusos que se cometían al respecto y, de manera previsible, condenaba las posiciones de Lutero como inadmisibles.
Se mirara como se mirara, resultaba obvio que la vida de Lutero estaba pendiente de un hilo. Tras unas semanas en que predicó todos sus sermones con la sensación de que podía tratarse del último, a finales de noviembre, el agustino dijo adiós a los habitantes de Wittenberg. El 1 de diciembre, celebró una cena de despedida que estuvo teñida por el dramatismo. En el curso de la misma llegaron dos cartas que eran fiel reflejo del momento por el que se atravesaba. La primera se debía a Spalatino y manifestaba la sorpresa que tenía el Elector porque Lutero no había abandonado todavía la ciudad; la segunda, indicaba que si no se había marchado, era mejor que no lo hiciera porque había una serie de cuestiones nuevas y urgentes que había que discutir.
El 8 de diciembre, Federico envió una respuesta a Cayetano. De manera sorprendente para el cardenal, se negaba a expulsar a Lutero de Wittenberg y manifestaba que tampoco estaba dispuesto a entregarlo a Roma. Sus razones no eran nimias. Por un lado, indicaba que la universidad de Wittenberg estaba detrás del agustino y le había suplicado que lo protegiera. Por otro, era su obligación como príncipe cristiano actuar de manera honorable y de acuerdo con su conciencia. A su juicio, esa circunstancia impedía que considerara como hereje a alguien cuya herejía no había quedado demostrada judicialmente. La posición del Elector era muy arriesgada aunque no cabe la menor duda de que se basaba en principios extraordinariamente nobles. Precisamente entonces la marcha del imperio experimentó un vuelco.
El 12 de enero de 1519, el emperador Maximiliano falleció y su nieto Carlos, el rey de España, acudió a Alemania con la intención de convertirse en el nuevo emperador. La pesadilla que el papa - un príncipe con intereses políticos y territoriales a fin de cuentas - venía temiendo desde hacía años parecía más cerca de convertirse en realidad que nunca. Si Carlos heredaba la corona imperial, los Estados pontificios se verían prácticamente cercados por España y sus posibilidades de expansión territorial desaparecerían. No resulta extraño, por lo tanto, que el pontífice estuviera moviendo todas sus piezas en el tablero de la política internacional para perjudicar a España y favorecer a los rivales de Carlos ya fuera Francisco I de Francia o incluso el Elector Federico. Ante unos intereses internacionales de esa magnitud, la pureza doctrinal de la iglesia, como en tantas ocasiones antes y después, pasaba a convertirse para el papa León X en un asunto de segundo rango. El 29 de marzo, el papa escribió a Lutero una nota mucho más suave por su tono que cualquier otra de las comunicaciones previas. Y se trataba sólo del principio.
En junio, el Elector recibió la comunicación de que si todo iba bien en el asunto de la elección imperial el capelo cardenalicio podría adornar la coronilla de alguno de sus amigos. La promesa – una referencia apenas oculta a Lutero – dice mucho de las prioridades de la Santa Sede a la sazón. El historiador católico J. Lortz ha señalado cómo nada podía justificar tanto la protesta de Lutero como esa subordinación del peligro de herejía a los intereses de la política papal e italiana y que pocas cosas impidieron tanto el evitar la ruptura[1]. El juicio recoge una verdad innegable. Durante la primavera y el verano de 1519 – una época verdaderamente decisiva en que Lutero se encontraba realmente inerme y desprotegido – la condena del presunto hereje quedó encallada simplemente a causa de los intereses políticos del papa. Pocas veces, estuvo la Santa Sede más cerca de conseguir acabar con Lutero; y pocas veces, hubiera encontrado menos resistencia. Nunca tuvo, seguramente, más a su alcance concluir a su gusto y sin complicaciones el Caso Lutero. Sin embargo, el comportamiento del papa no sólo significó la pérdida de aquella oportunidad sino que también se tradujo en un descrédito para la institución y su titular que anteponían cuestiones materiales a las supuestas obligaciones espirituales.
CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XXIV): El proceso Lutero (V): de la fuga a Eck: la Disputa de Leipzig
[1] J. Lortz, Reforma…, pp. 236 ss.