La política de acercamiento del pontífice al elector Federico se puso claramente de manifiesto en la misión que llevó a cabo el agente papal Carlos von Miltitz. Dotado de una notable ambición diplomática y de un elevado concepto de si mismo, von Miltitz era un alemán italianizado que, en apariencia, estaba especialmente bien dotado para su comisión. Miltitz llegó a la corte del Elector cargado de regalos papales. De entrada, varios hijos bastardos de Federico iban a ser legitimados en virtud de sendas dispensas papales. Además, el pontífice le otorgaba la Rosa de oro, una distinción verdaderamente extraordinaria. Por si fuera poco, von Miltitz aseguró al elector que tanto el papa como el cardenal Accolti habían emitido algunas opiniones bastante negativas acerca de Tetzel y de Prierias, enemigos ambos de Lutero. A cambio de aquel despliegue de halagos papales, se esperaba que el elector respaldara la política del papa en relación con el sucesor del emperador Maximiliano. En otras palabras, los asuntos espirituales podían esperar frente a la situación política del papado. Lutero se entrevistó varias veces con Miltitz en Altenburg, pero no se dejó engañar por el estilo de su interlocutor. Sin embargo, aceptó la idea de mantenerse apartado de cualquier controversia siempre que sus oponentes actuaran de la misma manera. Miltitz prometió entonces lograr la intervención de un mediador más imparcial como el arzobispo de Salzburgo o el obispo de Tréveris. En un intento de facilitar la correcta comprensión de sus opiniones, Lutero redactó una breve declaración donde salía al paso de las acusaciones de que la enseñanza de la justificación por la fe era un llamamiento a olvidar las buenas obras. El texto incluía un párrafo bien revelador: “No he pasado por alto las buenas obras. Sólo he afirmado que, al igual que el árbol ha de ser bueno antes de poder dar buen fruto, de la misma manera el hombre ha de ser hecho bueno por la gracia de Dios, antes de hacer lo bueno”.
Y entonces, intervino un teólogo llamado Juan Eck.
Cuando todavía corría el año 1517, Juan Eck, un antiguo amigo de Lutero, vano, violento y amigo de la bebida, hizo circular un virulento ataque contra las Noventa y cinco tesis. El agustino se sintió profundamente herido por el episodio, pero no respondió. En realidad, quién salió en su defensa fue Carlstadt, uno de los seguidores de Lutero. En respuesta, Eck lo desafió a una disputa pública, aunque lo cierto es que deseaba enfrentarse con Lutero. Así, durante los meses siguientes, en que se preparaba el encuentro que sería conocido como la disputa de Leipzig, se desencadenó un enfrentamiento por escrito de enormes consecuencias.
Hasta aquel entonces, la línea de argumentación de Lutero se había sustentado de manera esencial en las Escrituras y se había centrado en las doctrinas de la gracia y en determinados problemas pastorales. Sin embargo, a esos aspectos se iban a sumar otros. De una manera casi casual, en sus Resoluciones, Lutero había sugerido que en la época de Gregorio I, la iglesia romana no estaba por encima de las otras iglesias (non erat super alias ecclesias). Eck aprovechó esta declaración ciertamente de pasada para formular la duodécima de una serie de tesis que publicó contra Lutero y Carldstadt y que afirmaba: “Negamos que la iglesia romana no fuera superior a las otras iglesias en la época de Silvestre, sino que reconocemos que aquel que tiene la sede y la fe del bienaventurado Pedro siempre ha sido el sucesor de Pedro y el Vicario de Cristo”.
Aquella afirmación provocó que Lutero se lanzara a un estudio intensivo de la Historiade la Iglesia y del derecho canónico cuyos resultados no se hicieron esperar. No mucho después afirmaba:
“Que la iglesia romana es superior a todas las iglesias está ciertamente demostrado por los decretos promulgados por los pontífices romanos durante los últimos cuatrocientos años. Pero este dogma eclesiástico es contrario a las Historias comprobadas de 1100 años, a la enseñanza sencilla de la Divina escritura y al decreto del concilio de Nicea, el más sagrado de los concilios”.
Según Lutero, ciertamente, el desarrollo del poder papal había sido excepcional en los últimos cuatro siglos, pero la Biblia no hacía referencia alguna a la iglesia de Roma más allá de la carta enviada por Pablo y el decreto del concilio de Nicea dejaba de manifiesto que el papel del papa había sido mínimo en el mismo a diferencia de lo sucedido con los obispos orientales. Sin embargo, aquello era sólo el comienzo.
Durante la Edad Media, había sido habitual fundamentar el poder papal en una serie de documentos falsos a los que se denomina convencionalmente como “fraudes píos”. Esos textos incluían desde las pseudos-decretales a la Donación de Constantino, un texto en el que, supuestamente, el emperador entregaba al obispo de Roma los territorios pontificios, pero, que, en realidad, era un falsificación. El inicio del estudio histórico-crítico durante el Renacimiento había puesto de manifiesto la falta de autenticidad de estos textos canónicos lo que se había traducido, entre otras circunstancias, en un cuestionamiento del poder papal. Lutero había sido ajeno hasta ese entonces a estos aspectos históricos, pero ahora descubrió, por ejemplo, la obra del humanista Lorenzo Valla que, en 1440, había demostrado definitivamente que la Donatio Constatini era una falsificación. En la actualidad, esa circunstancia no reviste especial relevancia, primero, porque casi nadie sabe qué es la Donatio; segundo, porque el papa ha abandonado los planes mantenidos durante siglos de ampliar territorialmente los Estados pontificios y, tercero, porque el católico medio tiene una capacidad de metabolizar la Historia de su iglesia verdaderamente prodigiosa. Sin embargo, a finales del s. XV e inicios del s. XVI, el descubrimiento del fraude tuvo consecuencias fáciles de entender en la medida en que indicaba que la Santa Sede no había tenido escrúpulo alguno en perpetuar un engaño con la única finalidad de legitimar su poder político. El descubrimiento afectó también a Lutero. El 13 de marzo, cuando se hallaba inmerso en el estudio de las decretales, llegó a escribir:
“Y, dicho sea entre nosotros, no sé si el papa es el Anticristo mismo o tan sólo su apóstol, por la manera tan terrible en que Cristo, i. e., la Verdad es maltratado y crucificado por él en las decretales”.
Por lo tanto, meses antes de que tuviera lugar la disputa de Leipzig, las posiciones estaban claramente definidas. Eck era un indudable defensor del poder papal, mientras que, en el caso de Lutero, las dudas sobre la institución habían avanzado extraordinariamente hasta hallarse cerca de considerarla una entidad verdaderamente perversa.
CONTINUARÁ:
La Reforma indispensable (XXV): El proceso Lutero (VI): de la fuga a Eck: la Disputa de Leipzig (II): la Disputa y sus consecuencias