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Martes, 19 de Noviembre de 2024

Calabuch

Miércoles, 19 de Febrero de 2020

A pesar de los rebuznos de aquellos que se apresuran a gritar “¡Leyenda negra! ¡leyenda negra!” cada vez que se les enfrenta con la realidad histórica de España, lo cierto es que existen constantes en aquellos que la han narrado, con mayor o menor fortuna.  Es cierto que, en ocasiones, la ternura se superpone sobre la amargura, como en el caso de Cervantes, y en otros, como Quevedo, la constatación de la realidad negra, pero nada legendaria, resulta ácida y corrosiva.  En todos los casos, hay un amor que muchos necios se empeñarán en interpretar como antipatriotismo, pero que es una querencia entrañable y con ansias de cambio.  Esos extremos de acidez, amargura y ternura aparecen en la obra cinematográfica de Luis García Berlanga.  Independientemente de las sonrisas e incluso las carcajadas que puedan arrancarnos sus cintas la realidad es que lo que cuenta en Plácido, El verdugo, La escopeta nacional o Todos a la cárcel es verdad como la vida misma y siempre me queda la duda de si los personajes no tenían nombres y apellidos reales. 

Hoy he escogido una de sus películas en las que la clave esencial no es la amargura ni la crítica social sino la ternura, una ternura que recuerda mucho a los relatos de don Camilo del genial Guareschi.  La película narra la historia de un sabio nuclear que huye de Estados Unidos ante el temor a impulsar más la locura atómica y que va a dar a un pueblecito levantino llamado Calabuch.  Calabuch era Peñíscola, una Peñíscola en la que apenas una década después me bañaría con mi novia de entonces, una novia a la que quise mucho, con la que rompí y a la que no le ha ido muy bien en la vida de la manera más injusta.  Porque aquellos fueron otros tiempos.  Eran tiempos en que España se podía encerrar en si misma y aunque fuera de manera bastante desordenada y chapucera, atrasada y pobre, sentir un aliento tierno que animaba sus venas.  No es menos cierto que dos millones de españoles tuvieron que marcharse a ganarse el pan a Alemania, Francia o incluso Venezuela.

Al verla por enésima vez, la fábula de Calabuch me ha emocionado.  No oculto que en algún momento se me empañaron los ojos al contemplar las imágenes de esa época en que éramos pobres, pero no lo sabíamos; en que pisar la arena de la playa nos llenaba de sensaciones hermosas e irrecuperables; en que pensábamos en cosas cercanas y cotidianas; en que – aunque no aparezca en la película – dábamos por cierto que sólo podríamos vivir un futuro mejor, aunque lo contempláramos más modesto que este presente, pero, sin duda, más justo.  Yo conocí pueblos como Calabuch donde el barbero predicaba el socialismo – “no comunismo, socialismo” – en la convicción de que las cosechas serían mejores, donde las turistas se hacían accesibles porque uno hablaba idiomas, donde pescar era un placer aunque la caña se redujera a un palo con un hilo y un anzuelo…  Sí, éramos más felices quizá porque no podíamos imaginar el futuro.  Quizá por eso, el sabio protagonista de Calabuch tiene, al final, los ojos empañados de lágrimas.   

 

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