Hoy he escogido una de sus películas en las que la clave esencial no es la amargura ni la crítica social sino la ternura, una ternura que recuerda mucho a los relatos de don Camilo del genial Guareschi. La película narra la historia de un sabio nuclear que huye de Estados Unidos ante el temor a impulsar más la locura atómica y que va a dar a un pueblecito levantino llamado Calabuch. Calabuch era Peñíscola, una Peñíscola en la que apenas una década después me bañaría con mi novia de entonces, una novia a la que quise mucho, con la que rompí y a la que no le ha ido muy bien en la vida de la manera más injusta. Porque aquellos fueron otros tiempos. Eran tiempos en que España se podía encerrar en si misma y aunque fuera de manera bastante desordenada y chapucera, atrasada y pobre, sentir un aliento tierno que animaba sus venas. No es menos cierto que dos millones de españoles tuvieron que marcharse a ganarse el pan a Alemania, Francia o incluso Venezuela.
Al verla por enésima vez, la fábula de Calabuch me ha emocionado. No oculto que en algún momento se me empañaron los ojos al contemplar las imágenes de esa época en que éramos pobres, pero no lo sabíamos; en que pisar la arena de la playa nos llenaba de sensaciones hermosas e irrecuperables; en que pensábamos en cosas cercanas y cotidianas; en que – aunque no aparezca en la película – dábamos por cierto que sólo podríamos vivir un futuro mejor, aunque lo contempláramos más modesto que este presente, pero, sin duda, más justo. Yo conocí pueblos como Calabuch donde el barbero predicaba el socialismo – “no comunismo, socialismo” – en la convicción de que las cosechas serían mejores, donde las turistas se hacían accesibles porque uno hablaba idiomas, donde pescar era un placer aunque la caña se redujera a un palo con un hilo y un anzuelo… Sí, éramos más felices quizá porque no podíamos imaginar el futuro. Quizá por eso, el sabio protagonista de Calabuch tiene, al final, los ojos empañados de lágrimas.