Martes, 23 de Abril de 2024

Calígula en España

Miércoles, 14 de Marzo de 2018

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que me enfrenté con el Calígula de Albert Camus. Fue en uno de aquellos Estudio-1 que hicieron más por la cultura de los españoles que todos los ministerios de ese jaez que han gastado el dinero de los contribuyentes durante los últimos cuarenta años.

El protagonista era José María Rodero y, bajo la dirección de Jaime Azpilicueta, le daban la réplica Elvira Quintillá y Manuel Galiana. Han pasado cerca de cuarenta años y casi me parece contemplar a un sombrío Rodero de manieristas rizos encarnando al emperador que desgranaba el discurso existencialista de Camus. Porque, basado en el Calígula de la Historia – un emperador empeñado en introducir en Roma el culto egipcio identificándose con él – han surgido no pocos Calígulas literarios. El de Camus es un hombre inicialmente bueno que desea el bien para sus súbditos y, a la vez, la felicidad. Ese deseo será el inicio de su tragedia porque, al mismo tiempo, Calígula es egoísta. Desea el amor, pero no captará hasta muy tarde que el verdadero implica aceptar el envejecer al lado de aquel a quien se ama. Desea la felicidad, pero opta por la de los déspotas. Desea la inmortalidad, pero acaba provocando un golpe de estado que concluirá con su apuñalamiento. Calígula es así un símbolo del ser humano que intenta superarse hasta el máximo y que, con ello, tan sólo consigue precipitarse en el abismo tras comprender amargamente que no existen inocentes. Es más que posible que Camus – que vivió la Segunda guerra mundial con sus circunstancias de colaboración pronta y tardía resistencia frente a los invasores alemanes – estuviera también más que convencido de la ausencia de inocencia y de la futilidad de los esfuerzos humanos. Sin embargo, ese pesimismo no le apartó de tomar posición durante la guerra de Argelia o de afirmar que prefería a su madre a cualquier patria anteponiendo los afectos humanos a los políticos. Quizá, Camus ya no creía en la inocencia, pero se aferró a la idea de que la decencia era posible y hasta obligada incluso en un mundo tan impregnado de negro pesimismo como el suyo.

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