El caso del marqués de Esquilache es paradigmático. Carlos III – en contra de lo que suele decirse – no fue un monarca ilustrado sino un monarca absolutista que vivió en medio de una época de Ilustración cuyo paradigma sería Federico II de Prusia. El rey Borbón no pretendía cambiar el Antiguo Régimen ni por aproximación, pero sí creía en la introducción de algunos cambios – llamarlos reformas parece un tanto exagerado – para modernizar una España más que atrasada y cuya descripción en las fuentes contemporáneas resulta deprimente. En parte, tuvo éxito, por ejemplo, al embellecer un Madrid que no pasaba de ser un poblachón manchego, sucio e inseguro y fracasó en otras metas mucho más relevantes como las de acabar con la discriminación contra los gitanos o la de conseguir que los españoles no consideraran el trabajo manual como una tarea infame. Otras áreas en las que España quedó atrasada desde el siglo XVI como la educación o la ciencia apenas alcanzaron a ver que se pudieran dar algunos pasos.
Esquilache cuenta cómo el ministro de ese nombre y de origen italiano acabó chocando con la oposición de una masa ovejuna que odiaba la iluminación pública y que aborrecía todo lo que sonaba a extranjero, una masa a la que fue más que fácil manipular para detener los más que tímidos pasos de la Ilustración en España. Ese malestar de las clases privilegiadas y de un pueblo sumiso y fácilmente manipulable acabó estallando en el motín de Esquilache (1766) que puso fin al gobierno del ministro en medio de muestras de ignorancia como la de apedrear las farolas que se habían instalado en Madrid con los adoquines del reciente empedrado. La película – fiel adaptación del drama de Buero – recorre el episodio del motín, deja expuesta a la luz la manipulación de la masa y retrata, muy sutilmente, cómo el rey no estuvo dispuesto a dar pasos que salvaran sus reformas porque la dinastía estaba antes que todo.
Buero evitó – el drama se estrenó en 1958 y la censura cabalgaba a rienda suelta – señalar a los responsables del motín más allá de alguna breve referencia a algún noble envidioso de Esquilache. La realidad es que, como dejó de manifiesto la investigación oficial llevada a cabo poco después de los hechos, fueron los jesuitas los grandes urdidores de un motín que estalló no sólo en Madrid sino en distintos lugares de España. En ese hecho se encuentra la explicación de que un rey tan espesamente católico como Carlos III, optara por expulsarlos de sus reinos. En un nuevo episodio de “Vivan las caenas” y “Que inventen ellos”, el pueblo fue sólo el rebaño de unas castas privilegiadas – con la iglesia católica a la cabeza – que odiaba – y sigue odiando - la idea de Ilustración y que, desde luego, consiguió frenar sus más que modestos inicios. España perdería en el siglo XVIII el tren de la Ilustración igual que en el XVI y XVII había perdido el de la Reforma y en el XIX, el de una revolución liberal.
Ver Esquilache merece la pena no porque sea un relato completo de lo sucedido sino porque transmite la realidad de que el gran problema para el progreso de España ha sido siempre la conducta de la iglesia católica – ocultada por Buero por temor a la censura - de la monarquía, de las diversas aristocracias no sólo de sangre sino de manera especial un pueblo dogmático, embrutecido por la sumisión, ignorante al que se podía conducir sin mucha dificultad en contra de sus intereses. ¿Y cómo puede esperar el pueblo español salir adelante cuando los que lo controlan tienen intereses contrarios y cuando el mismo pueblo se inclina servil ante los que lo explotan?