Como además Zorrilla ni era feminista ni homosexual ni había venido del norte de África tenía mal que lo recordara alguna ONG. Cuando yo era niño – hace unos minutos en términos históricos – hasta la gente más humilde se sabía algunos versos del Tenorio y no era para menos porque la obra en cuestión se representaba en los escenarios todos los años. Las versiones de aquel maravilloso y añorado Estudio 1 con Carlos Larrañaga, Juan Diego o Francisco Rabal fueron antológicas. Sé que está de moda criticar el Don Juan, pero cada vez que he vuelto a leerlo o asistir a la representación – la última vez en el Teatro Prosperidad hace pocos años – me ha parecido mejor. Zorrilla no fue original al abordar el tema ya que el Don Juan es uno de los mitos españoles como Don Quijote, la Celestina o incluso el Lazarillo. Tirso de Molina lo había predestinó a una más que merecida condenación eterna después de haberse pasado la vida engañando criminalmente a las mujeres y burlándose sanguinariamente de los hombres. Su texto - excelente desde cualquier punto de vista - fue plagiado con mayor o menor fortuna por Molière, por Pushkin – que hasta tituló su drama Convidado de piedra – y por Mozart, pero Zorrilla introdujo un nuevo elemento propio de un Romanticismo coloreado de cristianismo: la redención por amor. Por las venas del Don Juan de Zorrilla corre una sangre más caballeresca y menos canalla, más audaz y menos sórdida, más dispuesta al arrepentimiento y menos encallecida. Para colmo, si se arrepiente es gracias al poder ejemplar de la virtud. El mito trasmutado conserva su carácter ejemplar y lo sublima con la salvación del que busca a Dios en el último momento como el ladrón crucificado al lado de Jesús. Yo prefiero esa formulación a la de Tirso y los que lo copiaron. Quizá no sea muy realista, pero, en ocasiones, el romanticismo me puede. Tanto como resbala a los ignorantes.