Confieso que recorrer sus páginas – cuajadas de magníficas fotografías – ha removido en mi interior multitud de sensaciones que han ido de la suave nostalgia al puro deleite. Sanz ha logrado entretejer junto con una experiencia personal que comenzó con la familia Corchea y los estudios televisivos del Paseo de la Habana, el relato histórico de una TVE que pasó de la más absoluta precariedad y la más acentuada improvisación a un nivel de calidad que nada tenía que envidiar a otras televisiones de Europa. Fue la época en que TVE no sólo no era deficitaria sino que, cada año, devolvía parte del presupuesto que recibía del gobierno por la sencilla razón de que no lo había gastado. No era sólo una cuestión económica. Nunca tuvo la televisión en España mejores realizadores, mejores intérpretes y mejores guionistas. Tampoco contó con una carga cultural mayor. Que la gente comentara al día siguiente en el metro el último Estudio 1 - como pasó con los Doce hombres sin piedad de Gustavo Pérez Puig – o que la conversación en el colegio girara en torno al último capítulo de El conde de Montecristo dice mucho de lo que era entonces la televisión y de lo que es ahora. Porque fútbol – no nos engañemos – había mucho menos y eso que se supone que la dictadura de Franco tenía especial interés en mantener entretenida a la masa. Ese mundo prodigioso ya es algo pasado. Con la llegada de los socialistas a TVE, los profesionales se vieron reducidos a estar mano sobre mano mientras las tareas del ente se externalizaban con jugosos beneficios para unos cuantos. No fue menor el desplome escandaloso del área cultural. Decía Jaime de Armiñán que aquella televisión, a pesar de sus enormes carencias, fue mucho mejor que la actual. No le faltaba razón. Quizá es que lo público se veía como tal y no como el camino para vaciar los presupuestos en beneficio de particulares. Ese mundo es el descrito de manera impecable, emotiva, exacta y necesaria en este libro de obligada lectura en una época en que tanto se miente sobre pasado, presente y futuro.