Para el judaismo, tal circunstancia significó, en primer lugar, la eliminación en su seno de una parte de Israel. Con la birkat ha-minim, fue cercenada del tronco judío una de sus ramas más clarividentes y legítimas. Su eliminación por parte de un ala de los fariseos, sin duda, facilitó la obra de cohesión iniciada por ésta tras la destrucción del Templo en el 70 d. J.C., pero lo hizo a costa de perder a alguno de sus mejores hijos, hijos que se sentían profundamente judíos, cordialmente ligados a los avatares de su pueblo y dotados de una visión acerca del mismo que se demostró, en diversos momentos trascendentales, dotada de una especial perspicacia.
Pero, en segundo lugar, la ruptura con el judeo-cristianismo significó para Israel la pérdida de su nexo unitivo con la figura de Jesús. Éste era un judío, de ideas judías, que nació, creció y murió en un medio judío. Fue necesario llegar al siglo XX y a la obra de autores como Joseph Klausner, Martin Buber, Sholem Asch, Shalom Ben-Chorim, Claude Montefiore, Leo Baeck, Franz Rosenzweig, H. Schonfield, Hans Joachim Schoeps o David Flusser para que el judaismo reconociera en Jesús a un judío y no a un blasfemo, a un hijo digno de su pueblo y no a un extraviador que sufre inmundos castigos en el infierno, como lo presentaban las fuentes talmúdicas o el Toledot Ieshu. Incluso entonces, tal reconocimiento no ha dejado de estar encorsetado en limitaciones prefijadas y en un rechazo paralelo del cristianismo como fe aceptable para un judío.
Para el cristianismo, la desaparición del judeo-cristianismo no se reveló menos dramática. En primer lugar, implicó si no una ruptura con las raíces del cristianismo presentes en el judaismo, sí una desvirtuación de las mismas, así como la creación de una situación paradójica. R. L. Wilken[1] ha señalado, no sin razón, cómo uno de los puntos débiles del cristianismo, apuntado por sus detractores paganos, fue precisamente la ruptura de éste con el judaismo, pese a que el mismo era su garantía de no ser una fe ex novo y, por ello, carente de respetabilidad. El judeo-cristianismo era precisamente el eslabón que neutralizaba tal riesgo. Resultaba un testimonio claro de cómo el cristianismo era medularmente judío y había surgido ligado a un personaje judío, Jesús, del que el judeo-cristianismo resultaba el principal eslabón de unión. La ausencia de ligazón pronto llevaría tanto a judíos como a cristianos a verse como adversarios mortales dispuestos en cualquier momento a causarse el daño que consideraban necesario para hacer prevalecer su especial postura.
Pero, en segundo lugar, la desaparición del judeo-cristianismo del seno del cristianismo tuvo como consecuencia casi inevitable una gentilización de éste. Si aún a inicios del siglo II se conservaban muchas categorías del pensamiento judeo-cristiano, como hemos visto en Justino, pronto las mismas fueron sustituidas por otras tomadas del pensamiento helénico, generalmente en el fragor de la apología contra los paganos o contra los herejes. Tal impregnación no resultó siempre feliz. Si la creencia en la Divinidad del Mesías podía, al menos en cierta medida, conciliarse con aspectos del judaismo primitivo como era la referencia a hipóstasis divinas (Memrá, Sabiduría, etc.), resultaría imposible señalar en el futuro la relación entre las Escrituras y numerosas prácticas, festividades y creencias extrañas al Evangelio original que, en buena medida, fueron adoptadas a partir del siglo IV, merced a la entrada masiva de paganos en el seno del cristianismo.[1] Sin duda, la finalidad de esta asimilación era buena, al menos en parte, ya que pretendía abrir el mensaje de salvación a todos. En la práctica, sin embargo, precipitó un conglomerado teológico, un híbrido espiritual, ya muy distante de la predicación cristiana original, aunque tampoco desligado totalmente de la misma. El cristianismo era ya una religión gentil y – lo que es peor – paganizada que repudiaba de manera específica al judaismo. A ello contribuyó, decisivamente, la desaparición del judeo- cristianismo iniciada en Jamnia, pero impulsada posteriormente tanto por judíos como por cristianos. Ambas fes acumularían, durante más de un milenio y medio, razones más que suficientes para lamentar aquella quiebra histórica en la que no sólo perdieron algo propio, sino también el único canal de comprensión mutua.
FIN DE LA SERIE