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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

El gobierno de Santiago sobre la comunidad jersosilimitana tras el Concilo de Jerusalén (I)

Domingo, 26 de Julio de 2015
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: EL GOBIERNO DE SANTIAGO SOBRE LA COMUNIDAD JEROSILIMITANA TRAS EL CONCILIO DE JERUSALÉN (c. 50 A 62 d. J.C.) (I)

​Como tuvimos ocasión de ver en la entrega anterior, el concilio de Jerusalén zanjó no sólo la cuestión del terreno sobre el que se aceptaría la entrada de los gentiles en el movimiento cristiano y su relación con la Torah, sino también la manera en que quedaría articulada su conducta en la mesa común con los judíos. Aunque el papel de Pedro resultó de enorme importancia para hacer bascular la decisión en favor de las tesis de apertura previamente sostenidas por él y, posteriormente, defendidas por la iglesia de Antioquía, Bernabé y Pablo, lo cierto es que el artífice final de la solución fue Santiago, el hermano del Señor, que por aquella época parece haber ejercido el gobierno sobre la comunidad judeo- cristiana de Jerusalén. Santiago se alzó durante algo más de doce años —hasta su muerte— como el jefe indiscutido del judeo-cristianismo ubicado en Israel. Fue aquél un período convulso, cuyas líneas maestras señalaremos a continuación.

Bajo Félix (52-60 d. J.C.) y Festo (60-62 d. J.C.)

La corrupción de Félix, quien, según Tácito (Historias V, 9), ejercía los poderes de rey con alma de esclavo, tuvo como consecuencia directa la de arrastrar a los judíos a un clima aún más proclive a la búsqueda de soluciones violentas. Enfrentado con aquellos a los que Josefo denomina «engañadores e impostores» (Guerra II, 259) o «bandoleros y charlatanes» (Ant. XX, 160), tuvo que combatir al llamado «charlatán» egipcio (Guerra II, 261; Ant. XX, 169 y ss.) —quizá un judío de origen egipcio— que, tras labrarse una reputación como profeta, reunió varios millares de seguidores en el desierto, e intentó tomar Jerusalén. Félix lo venció con relativa facilidad y parece que para muchos judíos aquella experiencia dejó un amargo regusto a decepción. Prueba de ello podría ser el que, años después, cuando un oficial romano vio cómo la multitud de Jerusalén golpeaba a Pablo, pensara que era el egipcio del que se vengaban sus antiguos fieles y adversarios. Josefo señala que el egipcio contaba con un ejército de treinta mil hombres, pero creemos que se halla más cerca de la verdad la noticia del libro de los Hch. (21, 38) que reduce su cuantía a cuatro mil. Aun así, es posible que ambas cantidades fueran la misma originalmente y que el error de Josefo no se deba sino a un copista posterior.[ii]

El gobierno de Félix fue tan desafortunado y cruel (Guerra II, 253; Ant. XX, 160-1) que acabó ocasionando la protesta del sumo sacerdote Jonatán. Cuando, como represalia, el romano ordenó su muerte, sólo estaba actuando de manera consecuente con su visión del gobierno de la zona (Guerra II, 254-7; Ant. XX, 162-6). Entre los resultados de aquella miopía política se contarían la rebelión abierta contra Roma (Guerra II, 264-5; Ant. XX, 172), el aumento de los partidarios de una solución armada (Guerra II, 258-263) y el enfrentamiento en Cesarea entre judíos y griegos en relación con la igualdad de derechos civiles (Guerra II, 266-270; Ant. XX, 173-8). Ciertamente, la fuente lucana (Hch. 24) confirma el retrato de Félix que aparece en Josefo. El libro de los Hch. nos lo presenta como un personaje corrompido, aprovechado, esclavo de los placeres e internamente consciente de su degradación hasta el punto de asustarle escuchar la predicación de Pablo sobre el dominio propio y el juicio final.

No fue Félix, sin embargo, el único responsable de la crisis hacia la que se encaminaban los judíos. Sus propias clases dirigentes dejaron de manifiesto una especial torpeza a la hora de enfrentarse con la situación. El mismo clero no contribuyó en nada a dar ejemplo de conducta moral. Los sumos sacerdotes peleaban públicamente entre ellos y se robaba desvergonzadamente el diezmo a los sacerdotes más pobres, con lo que este sector del clero se vio abocado incluso al hambre (Ant. XX, 179-81).

Por lo que se refiere a Festo, todo parece indicar que no fue tan venal como su antecesor. Sin embargo, no mostró una capacidad superior para reorientar una situación que se convertía en potencialmente explosiva a pasos agigantados. Félix salió impune de sus fechorías (Ant. XX, 182), y el citado conflicto de Cesarea concluyó con un fallo contrario a los judíos en virtud de un soborno (Ant. XX, 183-4). En paralelo, Agripa II y las autoridades de Jerusalén demostraron ser incapaces de hallar una solución a sus tensiones recíprocas y ésta tuvo que proceder del mismo Nerón (Ant. XX, 189-96). A la opresión romana se sumaba así la judía, y el hecho de que las dos se alimentaran recíprocamente sirve para explicar el resentimiento que sobre ambas iban a volcar los sublevados del año 66 d. J.C.

 

El judeo-cristianismo en Jerusalén hasta la muerte de Santiago (I): el contexto

Las noticias que poseemos acerca del judeo-cristianismo en Israel durante este conflictivo período son muy reducidas. Debido a esta circunstancia, sólo podemos reconstruir algunos de los hechos de la época. Algunos autores, como S. G. F. Brandon,[iii] han aprovechado tal circunstancia para sostener la identificación de la comunidad judeo-cristiana con las tendencias zelotas, identificación que habría tenido su origen en el mismo Jesús. La tesis —poco original ya que prácticamente se limita a repetir, aunque con menos brillantez, las teorías de R. Eisler[iv]— ha sido rechazada, en general, por los especialistas. Esta actitud no es extraña si pensamos que es muy discutible que pueda hacerse referencia a los zelotes antes de la revuelta del 66 d. J.C.[v] En las líneas siguientes, intentaremos mostrar cómo, pese a su escasez, las fuentes permiten que nos acerquemos a la historia de la comunidad judeo-cristiana en este período histórico y cómo las líneas maestras de su ideología ponen de manifiesto una postura que no puede, en absoluto, configurarse como zelote. De hecho, no podemos olvidar que para los judeo-cristianos , que creían que Jesús era el Mesías y que eran regidos por un hermano de éste, resultaba imposible aceptar las pretensiones mesiánicas de otros judíos. Prescindiendo de la fecha de redacción del Apocalipsis sinóptico contenido en el Evangelio de Mateo 24, 23-6, así como de su origen, lo cierto es que las afirmaciones recogidas en el mismo encajan a la perfección con este período histórico y dejan bien a las claras la actitud judeo-cristiana al respecto:

Entonces si alguno os dice: mirad, aquí está el Mesías o está allí, no lo creáis. Porque se levantarán falsos mesías y falsos profetas y realizarán grandes señales y prodigios con la finalidad de engañar, si fuera posible, hasta a los mismos elegidos. Mirad que os lo he dicho antes de que suceda. Así que si os dicen que está en el desierto, no vayáis; y si os dicen que está en un lugar secreto, no lo creáis.

 

La existencia de falsos mesías y profetas con anterioridad a la destrucción del Templo es algo atestiguado en las fuentes antiguas como ya hemos dejado señalado antes. Ahora bien, la respuesta a estas pretensiones sólo podía ser la de incredulidad y rechazo por parte de los judeo-cristianos. En ese sentido no deja de ser revelador que Josefo, como veremos más adelante, manifestara su simpatía por Santiago, a la vez que rechazaba calurosamente las acciones de los zelotes, a los que calificaba comúnmente de bandidos, charlatanes y ladrones.

Pero, por otro lado, contamos además con un documento de primera mano en el que se recogen las actitudes, inquietudes y soluciones que el judeo-cristianismo brindaba a los problemas de tan difícil período. Me estoy refiriendo a la carta de Santiago, a la que dedicaremos el apartado siguiente.

CONTINUARÁ

 

Como sabrá el lector, el hombre era Pablo, véase Hechos 21, 38.

[ii] En ese mismo sentido, véase F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., p. 340, n. 15.

[iii] S. G. F. Brandon, The Fall…, ob. cit., y Jesus…, ob. cit.

[iv] R. Eisler, Iesous…, ob. cit., 1929-1930.

[v] H. Guevara, Ambiente…, ob. cit.; C. Vidal, El primer Evangelio…, ob. cit., y Jesús, el judío, ob. cit.

 

 

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