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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Las grutas

Domingo, 11 de Septiembre de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LAS FUENTES ARQUEOLÓGICAS (II): Lugares de devoción (I): las grutas

Entre las grutas relacionadas con los judeo-cristianos tiene una especial relevancia la denominada «gruta mística» de Belén. De ella sabemos que fue objeto de especial estima por parte de los judeo- cristianos seguramente desde el período apostólico.[1] Literatura apócrifa diversa —el Pseudo-Mateo, el De Partu Virginis y el proto-Evangelio de Santiago— describirá posteriormente cómo el enclave fue invadido por una enorme luminosidad en el momento en que nació Jesús. El relato, muy posiblemente, es una trasposición de ritos religiosos relacionados con el simbolismo de la luz, presente, entre otras fuentes judeo-cristianas, en el Evangelio de Juan. Esta correlación aparenta aún ser más evidente cuando observamos que las sectas judeo-cristianas que negaban la divinidad de Jesús no incluían entre sus lugares sagrados la mencionada gruta.

La segunda de las «grutas místicas» era la del Calvario, en torno a la cual se fue desarrollando paulatinamente toda una teología de tipo popular. Partiendo de la tradición que relacionaba este enclave con la sepultura de Adán —en la roca existe efectivamente una hendidura visible todavía en el día de hoy— algunos judeo-cristianos identificaron el lugar con el sitio donde se habría producido el descenso de Jesús a los infiernos.[1] La Patrística —Orígenes,[1] el Pseudo-Atanasio[1]— contiene asimismo testimonios que identifican esta tradición teológica con un origen judeo-cristiano[1] que no tuvo dificultad en conectar la hendidura en la roca con los datos recogidos en Mateo 27, 51. Con todo, lo más probable es que el objeto de veneración en que se convirtió el lugar concreto procediera más bien de su cercanía al lugar de la ejecución de Jesús. La lectura posterior —en clave intensamente teológica— del evento pudo haber llevado a los judeo-cristianos, desde fecha relativamente temprana, a otorgar una especial querencia al lugar.

La tercera gruta mística de los judeo-cristianos se hallaba encuadrada en el monte de los Olivos. Completando el ciclo iniciado por el descensus ad inferos, en este lugar se conmemoraba el nuevo ascensus para instruir, tras la resurrección, a sus apóstoles durante un período que el Nuevo Testamento fija en cuarenta días (Hch. 1), pero que otras fuentes judeo-cristianas alargan, de manera más que discutible, hasta doce años. En cualquiera de los casos, resulta evidente la relación primitiva del enclave con el judeo- cristianismo si tenemos en cuenta las noticias suministradas por diversos apócrifos —ya posteriores al siglo I— como la Historia de José el carpintero, la Historia de la Dormición de la santa Madre de Dios, la Epístola de los Apóstoles, el Evangelio de Bartolomé, la Ascensión de Isaías y la Pistis Sophia. En cualquiera de los casos, parece ser que los ritos originales fueron degenerando en ceremonias de carácter misterioso si aceptamos el testimonio de Orígenes (Contra Celso VI, 26) que no pudo negar esta acusación formulada por el pagano Celso.

La tradición sería retomada, precisamente a partir del testimonio judeo-cristiano, por parte de los cristianos gentiles que construirían un santuario en el monte de los Olivos para conmemorar el discurso escatológico de Jesús (Mt. 24-25; Mc. 13, Lc. 11).

Aunque desconocemos el momento exacto en que las tres mencionadas grutas comenzaron a utilizarse, parece más que posible que fuera ya en el siglo I. Como hemos mostrado en trabajos anteriores,[1] en el año 130 d. J.C., el uso con fines religiosos que daban los judeo-cristianos a estos enclaves era tan evidente que motivó la acción profanadora de Adriano contra las grutas de Belén y del Calvario. De hecho, el emperador romano optó por articular cultos sustitutorios —y lejanamente parecidos a algunos aspectos presentes en los judeo-cristianos— para borrar con mayor seguridad la presencia de aquéllos. La acción imperial tuvo, empero, consecuencias diametralmente opuestas, dado que ayudó a mantener la tradición sobre la localización de las grutas que ahora eran lugar de ubicación de cultos paganos.

Orígenes señala cómo en su época (c. 248) la gruta de Belén estaba claramente identificada incluso para los paganos (Contra Celso I, 51), y encontramos noticias similares en Cirilo de Jerusalén (Cat. XII, 20) y Jerónimo (Epist. LVIII). Datos semejantes nos proporciona Rufino de Aquileya (HE I, VII) en relación con la gruta del Calvario.

No hay vestigios seguros de una profanación de la gruta del monte de los Olivos, aunque algunos indicios en Eusebio (Vida de Constantino III, 43) han llevado a pensar en la posibilidad de que también fuera objeto de una utilización pagana para la celebración de cultos dionisíacos.[1] Con todo, y a diferencia de lo sucedido con las otras dos grutas, tal posibilidad no está plenamente documentada y tampoco nos permite saber con exactitud el momento desde el que comenzó a ser usada por los judeo-cristianos.

Lugares de devoción (II): las casas

En 1953, la Custodia de Tierra Santa acometió la tarea de demoler la iglesia de la Anunciación en Nazaret y de iniciar la construcción de un nuevo templo cuya finalidad sería proporcionar una mejor cobertura para las necesidades parroquiales y las de los peregrinos que visitaban la ciudad. Tras derribarse el edificio antiguo, la Custodia encomendó a B. Bagatti la dirección de las excavaciones arqueológicas, que comenzó en 1955.

Inicialmente cabía esperar poco de aquellas excavaciones. Tanto G. Le Hardy,[1] como U. Chevalier,[1] C. Kopp[1] o R. Leconte[1] se habían ya manifestado hacía tiempo en contra de la posibilidad de hallar restos cristianos en Nazaret anteriores a la época de Constantino. El hecho de que Eusebio afirmara lo contrario e incluso conservara la genealogía de la familia de Jesús (HE I, VII, 13-14) en Nazaret era un elemento generalmente despreciado.

Al poco de iniciarse los trabajos quedó de manifiesto que las tesis de Kopp resultaban insostenibles por cuanto no sólo no aparecieron restos de ningún cementerio que pudieran confirmarlas sino que además se encontraron los restos de una iglesia bizantina cuyos pasillos subterráneos llevaban a silos y bodegas. Los exámenes inmediatos de diversos arqueólogos confirmaron inmediatamente las conclusiones parciales emitidas por el director de las excavaciones. Así P. Benoit[1] reconoció que los hallazgos de cerámica romana y bizantina en los silos y cisternas eran datables desde el siglo I a. J.C., que no había restos de tumbas como se había supuesto y que existían razones de peso para identificar el lugar con la Nazaret evangélica.

El mismo Kopp, en una publicación posterior[1] a las excavaciones, cambió su punto de vista primitivo, y de manera similar se manifestó R. Leconte,[1]que consideraba que las excavaciones realizadas por Bagatti[1] ponían punto final a la controversia anterior.

 

La retirada de los mosaicos de la iglesia bizantina subyacente reveló asimismo la existencia de un sustrato anterior que había estado claramente relacionado con el judeo-cristianismo. Hemos analizado en otros lugares este enclave[1] de especial importancia para el estudio del judeo-cristianismo y de los orígenes de la mariología.[1] A ellos remitimos al lector para un análisis más en profundidad. Con todo, cabe señalar que la sinagoga judeo-cristiana anterior al Templo bizantino difícilmente puede ser previa al siglo II aunque sí es muy posible que la asociación del lugar con alguna forma de culto judeo-cristiano correspondiera ya al siglo I. De ser así, nos hallaríamos, como en el caso de los demás enclaves analizados en este apartado, ante una tradición conectada con un lugar relacionado con momentos históricamente clave para los judeo- cristianos.

De un valor sólo ligeramente inferior al de la denominada casa de María en Nazaret son los hallazgos realizados en el lugar de la iglesia de San José, situada en la misma localidad. Los estudios realizados en torno a la misma en 1908 (publicados en 1910),[1] que ya hacían referencia a la existencia de un enclave habitado en el período evangélico, se vieron claramente confirmados mediante las excavaciones llevadas a cabo en 1970 por B. Bagatti.[1]

J. Briand ha relacionado —y la posibilidad no es desdeñable— algunas obras realizadas en los silos subterráneos con la adecuación del lugar para la realización de cultos judeo-cristianos.[1] Con todo, lo más importante del mencionado lugar es, sin duda, la existencia de una cisterna bautismal con decoración de mosaicos. El mencionado bautisterio confirma los datos que poseemos por otras fuentes en relación con la forma de administración del bautismo e incluso permite especular con cierto grado de verosimilitud sobre el origen de algunas ceremonias bautismales propias de las iglesias orientales.

La escalerilla de la piscina bautismal, que desciende a lo largo de la pared sur, tiene siete gradas cubiertas de mosaicos. El número siete goza de una amplia simbología en la Biblia[1] y, en este caso concreto, cabe la posibilidad de que se refiriera al descenso del Verbo a través de los siete cielos o quizá a la bajada de Jesús hasta los infiernos para anunciar la redención. Por el contrario, es bien dudoso que el significado tuviera algo que ver con los dones del Espíritu Santo o con el número de los sacramentos, por cuanto la fijación de éstos en número de siete es una elaboración medieval muy posterior.

 

Al final de los siete escalones, nos encontramos con un arroyo que no desemboca en ningún lugar y que, presumiblemente, tenía un valor meramente simbólico, aunque no es fácil determinar con facilidad cuál pueda ser éste (el paso del Jordán, la entrada en la Tierra Prometida de la salvación, etc.).

En el ángulo noreste de la cisterna hay una pequeña hondonada que presenta similitudes con la descubierta en la piscina bautismal del santuario de la Anunciación. Cerca de esta hondonada hay una piedra de basalto encastrada en el suelo de la cisterna y resulta muy posible que se evitara que el mosaico la cubriera, aunque desconocemos cuál pudo ser el motivo de ello así como su significado. Se ha pensado en conectar esta piedra con el simbolismo de Jesús-la roca que figura en I Cor. 10, 4,[1] pero no deja de ser una conjetura.

Tanto la piedra como el resto de la parte baja se hallan rodeados por un mosaico dividido en seis rectángulos de dimensiones desiguales. Se ha asociado este aspecto con el simbolismo de los seis ángeles (Miguel, Gabriel, Uriel, Absasax, Rafael, Renel y Azrael) protoctistos (primeros creados). Tal tesis contaría a su favor con la mención similar en el Pastor de Hermas II, 4, 1-2, de los seis ángeles, pero no resulta definitiva a nuestro juicio.

Tradicionalmente, se ha tendido a identificar estos restos arqueológicos con la casa de José en Nazaret. A nuestro juicio, tal posibilidad, sin que pueda ser descartada a priori, dista, sin embargo, bastante de hallarse del todo respaldada. No obstante, sí puede señalarse que el lugar en cuestión fue objeto de utilización por judeo-cristianos, que en él se practicaron ritos bautismales y que gozaba de una especial estima. Si ésta se relacionaba con José es algo que no podemos, en el estado actual de la investigación, colegir de manera total, aunque ateniendo a la veneración que el judeo-cristianismo prodigó a lugares asociados con Jesús (y, secundariamente, con María y Pedro) la probabilidad de que así fuera o, al menos, así lo creyeran los judeo-cristianos, no puede ser rechazada.

 

Tampoco resulta fácil la datación de los hallazgos. Ciertamente los estratos iniciales pertenecen incluso al siglo I a. J.C. y fueron utilizados durante el siglo I d. J.C., pero que en este último período recibieran un uso religioso que fuera más allá de la mera veneración asociada con algún episodio de la vida de Jesús es algo sólo probable y, a nuestro juicio, resulta más fácil situar tal circunstancia ya durante el siglo II.

Con ocasión del XIX centenario de la muerte de Pedro, la Custodia de Tierra Santa decidió adecentar los santuarios relacionados con el apóstol y situados cerca del mar de Galilea, en et-Tabgha y en Cafarnaum. De hecho, en este último lugar y pese a que los evangelistas mencionan a diversos personajes que vivieron allí (Mateo, Jairo, el centurión y Pedro), sólo la supuesta casa de Pedro ha sido identificada mediante la tradición a lo largo de los siglos. La española Egeria[1] (hacia el 400) menciona la conservación del lugar así como su transformación en lugar de culto, y un siglo y medio más tarde el Anónimo de Plasencia señala que en el lugar se había alzado una basílica. Son testimonios importantes, pero también muy tardíos.

En 1968, bajo la dirección de V. Corbo, se iniciaron las excavaciones relacionadas con la supuesta situación de la casa de Pedro. Podemos señalar que, efectivamente, los hallazgos confirmaron los datos suministrados por Egeria y el Anónimo de Plasencia, pero, y esto es lo más importante para el objeto de nuestro estudio, pusieron también de manifiesto que los mencionados enclaves se hallaban situados sobre una casa utilizada como lugar de culto. Los resultados de las excavaciones han sido publicados de manera concienzuda y extraordinariamente documentada y puede decirse que no han hallado oposición expresa en sus conclusiones por parte de la crítica internacional aunque existe un escepticismo muy extendido en Israel al respecto.[1]En lo que se refiere al objeto de nuestro estudio podemos resumirlas como sigue.

La construcción de la vivienda data del siglo I a. J.C., pero las reuniones religiosas en su interior pueden documentarse a partir de la segunda mitad del siglo I d. J.C. En cuanto a los participantes, parece indubitado que eran judeo-cristianos. Por un lado, el carácter hebreo de las inscripciones delata el origen de los asistentes a estas reuniones, pero, por otro, no es menos evidente el carácter cristiano de los mismos. Así en las inscripciones hebreas aparece repetidamente el nombre de Jesús —al que se asocia con los títulos de Mesías, Señor, Altísimo y Dios—, el monograma cristiano, varias cruces de formas diferentes y dos grafitti con el nombre de Pedro.

Presumiblemente, el lugar estuvo en posesión de judeo-cristianos —muy numerosos en Cafarnaum según sabemos por otras fuentes de la época— hasta Constantino el Grande. A partir del reinado de este emperador, los cristianos gentiles pudieron visitar la casa, haciéndose con la posesión de la misma a mitad del siglo V y construyendo con posterioridad en el lugar de la misma una iglesia de planta octogonal.

 

CONTINUARÁ

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